Con esta película finalizamos el ciclo sobre Clint Eastwood, con el cual hemos intentado profundizar en la búsqueda de lo humano y la trascendencia a través de la cámara del director. Podría decirse que esta película es casi un autohomenaje de director y personaje. De hecho, la confección de la película es simple. No hay grandes nombres actuando, no hay escenarios ampliamente confeccionados, la ejecución es a la par sencilla y directa. Parecería que Eastwood está más bien narrándonos una historia convencional, que está transmitiendo su propia persona a través del film; sus preocupaciones, sus miedos, su mala leche, su postura de tipo duro, su necesidad de significado, la pregunta sobre la muerte en el ocaso de la vida. La película está hecha para el personaje que es Eastwood, con diálogos duros, directos y desternillantes; a la vez que con un mensaje que este director ha madurado durante su trayectoria. Con una hipótesis que lanza como aquel que, en tentativa, transmite a través del cine el significado de la propia vida. Eastwood nos parece un hombre serio, no sólo por su mayor o menor genialidad en la percepción de lo real, sino por la cualidad de haber afrontado mediante la vocación, esto es el cine, el sentido de la propia existencia. Por haber aunado su pasión con la seriedad del deseo humano que cada uno llevamos dentro.
Gran Torino nos habla de Walt Kowalsky (Clint Eastwood), un veterano de guerra que vive ya retirado y que acaba de perder a su mujer. La película comienza con la temática del óbito, primer punto de dialéctica, primera provocación sobre la densidad de la pregunta, la amargura del sentimiento de pérdida y el contraste con la banalidad del ambiente. En efecto, parafraseando al poeta R. M. Rilke, todo conspira para que el deseo calle, la gente va al funeral sólo para hablar de lugares comunes y con ceremoniosa parsimonia heredada de una tradición desligada de su sentido. Sólo las palabras del párroco parecen centrar un poco la atención para salir del adormecimiento. La familia se muestra una vez más decepcionante, un paradójico cúmulo de individuos gregarios –solos, aun estando juntos, idiotas en el sentido etimológico griego, es decir, ocupados sólo de lo propio–.
Eastwood nos abre ya la puerta a algunos de los temas más actuales que le (nos) afectan. Cómo la ausencia del padre, entendido como alguien con autoridad, un referente que permita entrar en lo real de forma adecuada, genera individuos superfluos. Cómo la familia, antiguo garante de esa base de la sociedad, está ahora desmantelada y ha acabado siendo un lugar formal más de vacuidad. El viejo barrio se cae a trozos, una época, una tradición, una forma de ver la vida están asistiendo a su propio velatorio; diríase que en lenta agonía, mientras que por otro lado, una nueva vida, desconocida y extraña, está ocupando su lugar. Uno no sabe cómo, pero ha acabado viviendo en un barrio que ya no es el suyo. La carcoma del relativismo hace mella y todo aquello que se daba por descontado parece fenecer ante la impasible e impotente mirada de los hombres. Este cambio de época viene de la mano de los inmigrantes asiáticos que están poblando la zona y que han hecho del barrio un sitio un tanto más inseguro y diverso. Algo que está en consonancia con Sin perdón, con la que hay múltiples puntos de conexión (nótese que en esta película también el protagonista es un viudo que soporta la culpa de sus pecados de juventud en la guerra), en la que la llegada del ferrocarril y la caída de los mitos de los grandes vaqueros marcan el final de una época. Parece que lo único que le quede por hacer a Walt sea morir intentando cabrearse lo menos posible. Una perspectiva de vida a todas luces funesta; pero como en la vida misma, con la sencillez de lo cotidiano, Eastwood nos empieza a narrar el renacimiento de una persona en sus últimos momentos de vida.
Thao (Bee Vang), su vecino de al lado, es un joven taciturno y bobalicón, que acobardado por su primo, líder de una de las bandas violentas que intentan hacerse con el barrio, intenta robarle el Gran Torino al señor Kowalsky. Walt frustrará su intento de hurto y ello llevará a un enfrentamiento con la banda criminal a la vez que a un primer acercamiento con sus vecinos. La familia de Thao, avergonzada y según sus contumbres hmong, deciden pedirle perdón a Walt obligando a Thao a trabajar para él. Sue (Anhey Her), la hermana de Thao, se ve también en apuros con otra banda y será Walt quien la ayude, circunstancia que será el inicio de su amistad. Estos peculiares acontecimientos harán permear en la vida de Walt lo impensable, lo imprevisto, empezando a entrar en relación con éstos y viendo contra su prejuicio, que tiene más cosas en común con ellos que con sus propios hijos. En sus propias palabras: “¡Hay que joderse!”. Como vemos no es tanto un alto sentido del deber moral o una genialidad particular de Walt lo que posibilita el cambio, sino algo tan sencillo como abrirse a lo real, acoger lo que tiene delante bajo una hipótesis de positividad.
Paralelamente Walt guardará relación también con otro “tocapelotas” no deseado por él: el padre Janovich (Christopher Carley). El sacerdote, preocupado por cada oveja de su rebaño, irrumpirá repetidamente en la vida de Walt para que éste recobre la fe, dando cumplimiento a la promesa hecha a su fallecida mujer de que su marido se confesara antes de morir. Vemos aquí otro paso en el recorrido del director: la Iglesia ya no es inexistente, un apósito a lo real o una reliquia del pasado, sino que es una carne concreta, que se encuentra en la vida y con la que Walt deberá afrontar sus dudas sobre la muerte, su inquietud por el pecado y por la moral, cimiento de su persona. La relación con lo real y el propio deseo van pues, ligados a la percepción de una trascendencia y una hipótesis de cumplimiento. Algo que se vuelve a mostrar por la ausencia –que la hace paradójicamente presente– de su mujer (otra vez semejante a Sin perdón). El deseo de volverla a ver, de que su vida tiene sentido, no puede ir desligado de lo real, o dicho en otros términos: el deseo y la vida humanas deben encontrar cumplimiento hoy y ahora. Es de sumo interés ver la evolución de los diálogos de Walt y el párroco, cómo pasan de las ideas a la experiencia concreta, su densidad y cómo ello va permitiendo que Walt salga cada vez más de sí mismo y recobre el amor por su persona; pudiendo llegar a confesarse al final.
La historia transcurre bajo el acecho de la banda del primo de Thao que intentará por todos los medios integrarle entre los suyos rompiendo la unidad familiar. Otra vez se ve cómo los vínculos naturales de amor y de fraternidad (para con la familia o los vecinos del barrio) son constantemente atacados por el mal que basa su acción en relaciones de poder e imposición. Como los mismos de la banda reconocen, están juntos no por un amor a su persona, como un grupo que en su pertenencia facilita el cumplimiento de la vida; sino para protegerse de los demás, asumiendo un axioma bajo el cual la realidad es algo violento que hay que someter y de lo que defenderse. Es el arquetipo propio del individuo narcisista de trasfondo nihilista.
Al mismo tiempo Walt recobrará su paternidad con Thao al que formará y ayudará a ser él mismo, sanando así esa enfermedad que él mismo constata: su ausencia como padre con sus hijos. Lo animará a tener un oficio digno e incluso a sacarse novia. El contraste entre ambos tipos de relación es evidente. El clímax de la película llegará al final, cuando tras apalizar y violar a la hermana de Thao en venganza contra su familia, la banda deja claras sus intenciones. Será entonces cuando Walt deba tomar una decisión adulta en dos flancos distintos pero inseparables: por un lado el deseo de hacer justicia y preservar el bien luchando contra el mal. Por otro lado, cómo encaja eso con los principios morales de bien que son lo único que permitirá una verdadera paz y un verdadero perdón en Thao, que ahora mismo sólo quiere venganza. Usando esta vez una expresión de Juan Pablo II, empieza a intuirse aquí que el único freno al mal es la misericordia.
Nótese el origen etimológico del término, misere-cor-dare, es decir, dar el corazón a los miserables. Lejos de un buenismo activista, el mal sólo puede ser vencido tornando el corazón extraviado y mísero -falto de significado-; pero originalmente bueno del hombre, mediante un amor más grande que lo acoja y le permita recomenzar. Por ello, siguiendo con el difunto pontífice, no puede haber paz sin perdón, ni justicia sin verdad. Walt meditará largamente su decisión, se confesará, irá al barbero, dejará sus asuntos en orden y se hará un traje a medida. Es la postura de un hombre que muere con dignidad, que goza de lo real aun cuando lo más inmediato sería dejarse llevar por el instinto asesino, que es capaz de mirar más allá de sí mismo y razonar cuál es la postura más justa, viendo que, con todo, la realidad es buena, hay cosas que merece la pena preservar.
También la confesión de Walt es curiosa por ser doble. Por un lado confiesa al sacerdote sus pecados, especialmente los que conciernen a la vida con su mujer y su posición como ciudadano. De hecho, el espectador esperaría que Walt sacara a la luz los tormentos que lo acompañan desde la guerra, las personas a las que mató injustamente y el peso de ese dolor que no cesa. Sin embargo, esta confesión se la hará a Thao, casi al final de la película, para prevenirle de convertirse en un hombre cegado por el odio y actuar sin miramientos. Es como si su redención sobre sus pecados más oscuros llegara con su propio holocausto, convirtiéndose en chivo expiatorio, mientras que a la vez, preservando la vida de Thao del mal, obra el bien que todo sacrificio verdadero conlleva.
Así, tras encerrar a Thao en su sótano y confesarle que matar a un hombre no se olvida nunca y que no quiere eso para él, parte solo hacia la casa de la banda. Llegando allí él, que sabe que morirá más pronto que tarde debido a una enfermedad que le acaban de confirmar, dará la vida por su amigo. Recordando la frase evangélica de “no hay mejor amigo que el que da la vida por sus amigos”, Eastwood asumirá la figura del verdadero redentor, hará propio el paradigma cristológico y morirá cayendo en forma de cruz mientras la cámara se aleja en un contrapicado vertical, recordando la ascensión de un alma. Hay que fijarse aquí en cómo ha cambiado el director en contraposición con Sin perdón: la escena es deliberadamente opuesta al final de ésta, pues mientras en la primera el protagonista impone su ley matando a todos, esta vez es el justo el que se sacrifica frente al mal para preservar el bien.
Walt muere en paz, deja que el mal se ahogue en sí mismo, pues por su propia dinámica es inservible frente al bien y la bondad. La banda acabará en la cárcel y sus amigos están a salvo. No sólo les ha protegido, sino que les ha dejado una lección impagable: cuando todo se desvanece sólo queda el amor, el mal nunca vence. Walt ha podido hacer este camino, cumplir su vida aún en la aparente derrota de la muerte, porque ha entendido que, en efecto, la muerte no es una derrota, no es un final; sino que es el culmen de una vida cumplida. Algo que no es un dogma abstracto, sino que él ha entendido a través de su experiencia. Ya puede reencontrarse con su mujer como un hombre que ha amado verdaderamente, hasta el extremo. Algo que ningún pecado previo puede manchar, pues ha sido redimido. Una vez más, el mundo, las historias de las personas, nuestros sentimientos y anhelos más hondos, nuestro deseo de justicia, bien y verdad sólo se entienden desde la perspectiva de un más allá. Eastwood es un director que trabajando no se ha desligado de su humanidad, algo que hace de sus películas un visionado obligado para todo amante de este arte.
Marc Massó
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