Tony Kaye nos presenta una nueva y provocadora película tras la muy recomendable American History X. Como de costumbre el título original, Detachment, que en inglés se refiere a indiferencia o desapego, contiene mucha más carga significativa en relación a lo que se cuenta en la película que su traducción española. Muchos de los críticos y profesionales de la educación la catalogan como una de las mejores películas del género, diferenciándose de otras de temática semejante como Mentes peligrosas; especialmente por su realismo, lo cual no deja de sorprender dada la dureza y la crudeza de lo que se narra. Henry Barthes (Adrien Brody) es un profesor sustituto que llega a un decadente instituto cuyos alumnos parecen auténticos salvajes. Las clases son un caos, la violencia, el insulto, los malos modales y la mediocridad están a la orden del día. Los profesores titulares del mismo viven soportando ese duro día a día en una suerte de estoicismo que diríase cabalga a lomos de una falaz e ingenua confianza en que las cosas un día se arreglarán, y que lo hecho valdrá para algo.
Sin duda el panorama es desesperanzador y la película no ahorra nada. A este respecto su visionado resulta de una ayuda inestimable para ver sin ambages los principales problemas de los que aqueja la educación actual y su origen. Hace al espectador partícipe de la vida que llevan los profesores con primeros planos insoportables y conversaciones delirantes bajo las miradas extraviadas de los chicos. No en vano, la película comienza con una serie de testimonios cortos de distintas personas que explican por qué se hicieron profesores. La mayoría son fracasados que han acabado ahí porque: “algo podrían hacer”, “como algo temporal y llevo ya 30 años”, como “no tenía otra cosa que hacer”, etc. Una primera crítica que pone sobre la mesa uno de los principales fallos, si bien no el principal ni el más importante: la falta de vocación de los profesores. La figura del profesor viene siendo desacreditada desde hace años y sólo en países donde se valora social y académicamente (como los tan celebrados países escandinavos, sobresalientes en el informe PISA), el profesor es respetado como lo que debería ser: una autoridad. El profesor, lejos de ser un mediocre vigilante de chavales –que bastante tiene con impedir que se maten entre ellos–, es una persona formada y culta en su materia, con un amplio prestigio social y profesional.
No obstante, el problema fundamental que la película hace patente son los padres. Lo decimos por el hecho de que es la figura más amplia y que más afecta en todos los ámbitos, pues los profesores también son padres y la sociedad en la que estamos todos inmersos, profesores, institutos e instituciones incluidos, está hecha de padres que generan hijos que a su vez serán padres. Es decir, se nota un caos social, una falta de valores y de humanidad que no puede ser reducida a una mera errata de cálculo. Los padres son los principales agentes porque somos nosotros mismos, somos los que afectamos a la política, a la economía y a nuestros hijos a los que precedemos y a los que legamos esta situación que se antoja catastrófica. Sería demasiado ingenuo esperar un cambio de administración, de ley o de asignaturas que obrara mágicamente el milagro del cambio de rumbo. Es decir, la película nos vuelve protagonistas desde el primer minuto, porque tras su visionado, nuestra es la decisión de cuán importante es la educación, que en tanto fundamento y base de cada individuo, garantiza los cimientos sobre los que se asienta nuestra sociedad. En esta línea es patente el estado patético del colegio donde los padres están ausentes (noche de padres), donde sólo se personan para reclamar “derechos” autoimpuestos sin ningún miramiento ni preocupación real por la formación y vida de sus hijos. No hay vínculo entre padres y profesores y eso aleja aún más el vínculo entre profesores y alumnos.
Son crudamente realistas las imágenes donde una madre insulta a la señorita Sarah Madison (Christina Hendricks) por haber sacado a su hija de clase “discriminándola” dando a entender que por ser negra; cuando lo que realmente ha pasado es que la chica ha insultado, amenazado y vejado, esputo mediante, a la profesora por intentar llamarla al orden. Es abrasiva la tremenda impotencia e indefensión que uno ve en los profesores, a los que se muestra incluso figuradamente (mediante las pizarras que van acompañando la historia con dibujos y sucediéndose a lo largo de la trama) como animales esclavos de unos tiránicos adolescentes. Maléficamente parece que se haya invertido el orden: el estudiante ya no es el que debe acatar y aprender del profesor, que es quien lo introduce en lo real; sino que el profesor es obligado a doblegarse a la voluntad del estudiante con el agravante de un mandato imposible: hacer que el chaval aprenda sin que medie la disciplina. Condición para que el discente aprenda es que se fie de su docente.
A esto se le suma otro de los males actuales: los recortes de presupuesto. Aquí vemos dos vías. Una de tipo meramente económico, donde si el instituto no tiene buenos resultados y no presenta una buena imagen del barrio, perderá las subvenciones que lo hacen viable o será privatizado. La segunda, en relación también con la privatización, resulta de la aplicación de una lógica economicista y resultadista antihumana. Es decir, partiendo de lo mensurable (número de alumnos, cantidad de dinero a fin de año) se obliga a rebajar el nivel para que más alumnos den buena impresión (sacando buenas notas aunque el nivel sea pésimo) y se monta todo un parapeto para justificar lo injustificable. El resultado es que no sólo el nivel baja, los alumnos se aburren y los profesores se desmoralizan; sino que se entra en una dinámica donde ya no se trata con personas, sino con números. Cierto es que la película presenta la privatización bajo esta lógica como un mal, pero no la privatización per se. Expliquémonos, dado que es un debate muy en boga en la actualidad.
Es bueno que la educación sea gratuita y pública porque todo ser humano, en tanto que igual a sus congéneres, merece las mismas oportunidades de ser alguien en la vida y encontrar su vocación y felicidad formándose, sin que importe su origen, raza o clase social. Ahora bien, ello no quiere decir que la educación como tal sea gratuita. Evidentemente tiene un coste, y alto, como todo lo importante. Por ello, los impuestos (el aporte de la sociedad como conjunto) deben servir a ese fin, sin que ello sea óbice para que aquél que tenga la suerte de poder pagárselo, lo haga. Por ello no importa si la gestión es pública o privada –garantizando siempre con becas o subvenciones que cualquier alumno podrá ser educado– mientras se tenga en cuenta lo fundamental: que ha de ser sostenible (un realismo financiero) y debe estar acorde a la excelencia, es decir, hay que garantizar un nivel para que el que sea formado sea una persona responsable y buena ejecutora de su labor el día de mañana, por la sencilla razón de que en tanto que perteneciente a la misma sociedad la favorecerá. Sin embargo, la película es aquí también punzante, mostrando la falacia última de reducir el problema a la falta de recursos: baste ver las dimensiones y calidad del polideportivo del instituto o sus instalaciones, para entender que no basta con tener el dinero suficiente.
Ahondemos un poco más en la propuesta de la película. Si algo la hace grande es que es una película profundamente humana, va al fondo de la cuestión y, probablemente, sin darle una solución completa –si es que la hay–; pone todas las cartas sobre la mesa. Las vidas de los personajes nos impelen a ver que la profesión de profesor tiene una particularidad muy clara y diferencial: uno transmite lo que es, por ello la línea entre el trabajo que uno hace y la vida que lleva es aquí posiblemente más fina que en cualquier otro oficio. Los profesores se comunican a sí mismos, por ello los chavales sólo cambian cuando ven a uno que vive su vida o mira la realidad de una forma más interesante. Resulta claro cómo el profesor Dearden (Bryan Cranston) es incapaz de poner orden en su clase y cómo vive la vida igual, como si no existiera. Su mujer ni le mira, su hijo parece un mueble más de la sala de estar, es como si todos pasaran de él sin más, hasta que un día Henry le pregunta si se encuentra bien al verle, como otros días, cogido a la verja del patio, en una conversación surrealista: “– Pero, ¿me ves? – Claro que te veo. – Oh, ¡gracias! Era insoportable”.
Así el profesor Barthes será el único que despertará el interés de sus alumnos por cómo da las clases y cómo les trata. Henry es capaz de hacer que los chicos empiecen a ver la relación entre lo que estudian y sus propias vidas. A través de la literatura, leyendo a Poe o discutiendo sobre la novela 1984 de Orwell, Henry les hace ir hasta el fondo de sí mismos y empezar a entender. También hay claras críticas al poder y a los totalitarismos, que no siempre son del tipo hitleriano, como se referencia ligeramente en la película; sino que se cuelan muchas veces bajo el influjo de una sociedad opulenta y aparentemente acomodada. Como Henry les hace ver, viven presos de modas, clichés, prejuicios e ideas falsas que les impiden ser ellos mismos. Él no tiene la respuesta, pero empieza a hacer nacer en ellos una confianza en su corazón, en su deseo de bien, justicia, belleza y verdad al que siempre nos referimos y que toda persona comparte. Los chicos empiezan a entender que conocer la realidad, formarse, es conocerse a sí mismos, es decir, condición y medio para ahondar en esa búsqueda imperecedera de la felicidad que es motor del ánimo humano. Valga reparar aquí en la diferencia fundamental entre educar e instruir: la mera transmisión de conocimientos no es mala en sí misma, pero es incompleta. Educar consiste realmente en introducir esos conocimientos como herramienta epistemológica de la realidad a fin que la propia persona sea libre, es decir, más capaz de entender y decidir sobre lo que acontece. Por ello la relación entre el profesor y los padres es fundamental, no se puede desligar uno de lo otro, pues sino la persona queda fragmentada, perdida.
La paradoja aquí es grande, por ser doble. Henry, de hecho, es un hombre triste, taciturno, de aspecto pálido y lánguido. Vive soportando la losa del suicidio de su madre bajo circunstancias bastante oscuras. La película deja entrever que su abuelo abusó de su madre cuando era joven y su madre, probablemente sin superarlo, años más tarde acabará suicidándose. Además su padre les abandonó cuando era pequeño. De modo que Henry parte de una ausencia de referente paterno y una carencia afectiva brutal, casi diríase que existencial, pues la persona que lo ha engendrado se ha quitado la vida, algo así como una testimonio inefable de que la vida no tiene sentido. Ello lleva a la peculiar situación en que Henry no renuncia a su humanidad para nada, casi de un modo incomprensible el espectador asiste a una muestra increíble de bondad y humanidad, no carente de límite, pero que deja descolocado. A la vez, ese cinismo existencial, parece haber construido una armadura alrededor de Henry frente al mal del mundo. De hecho empieza con una cita de Camus sobre la indiferencia del propio ser diríase que casi nihilista, lo cual se confirma luego en la respuesta que le da al primer alumno que le intenta intimidar: “A mí no puedes herirme, estoy vacío”. He aquí lo paradójico.
Ello contrasta con cómo Henry es capaz de cuidar a su abuelo (ingresado con demencia senil y seguramente alzhéimer) hasta el final, cómo acoge a la prostituta joven o cómo trata a sus alumnos. Henry está tan vacío como su piso, pero creemos que más allá de mostrar una vida decadente –que también, porque sigue buscando la respuesta–, muestra una vida austera en el sentido de apegado a lo fundamental. No le interesa el sexo, el respeto sin más, las relaciones vacuas, ni nada material; es como si Henry buscase algo de lo real que dé respuesta al anhelo de significado y de plenitud que alberga en su corazón. Sólo con esta luz puede mirarse la relación con la joven prostituta a la que sacará de la calle, acogiéndola en su casa, perdonándola, curándola y queriéndola, de una forma casi paternal. Es como si Henry apostase sin mesura por el bien y las personas, como entendiendo que dimitir de esa posibilidad que se antoja aún como hipótesis, es en efecto el suicidio. Recuerda a la frase de Kafka: “Aunque la salvación no llegue, quiero ser digno de ella en todo momento”. En un momento dado Henry parece definirse a sí mismo cuando dice: “El corazón de un niño puede alumbrar muchos lugares oscuros –la verdad que reside en el corazón de cada uno, esa humanidad buena que vemos en él– ¿pero cómo puede entender el preciso instante de su propia indiferencia? –¿qué hay en la realidad que salve ese deseo?–”.
Otra de las paradojas que deja caer la película está en la sexualidad y el afecto. No deja de ser curioso cómo entre profesores y alumnos existe una distancia aparente y muchas veces forzada que impide una relación verdadera entre ellos, es decir, una transmisión real de lo que es cada uno. Ello se ve con claridad en cómo en una sociedad hipersexualizada, cualquier contacto del profesor está bajo el estigma social de la pederastia o el abuso, quedando bajo sospecha de inicio. Por un lado la sociedad tiende a sexualizar a los chavales, pero a la vez en la educación pretende buscarse una pureza autoimpuesta para preservarles, llegando a la extraña conclusión de que luego los chicos son incapaces de entender bien su cuerpo y sexualidad porque nadie les enseña verdaderamente a ser personas. Baste ver la forma en cómo Henry trata y toca a la prostituta, que a priori causa escándalo, mientras que deviene a la postre la forma más realista en que establecen una amistad verdadera. Es el contacto humano entendido como bien del otro y posibilidad de relación verdadera.
Contrasta el personaje de Henry con los demás profesores. El profesor Charles Seaboldt (James Caan) es un viejo verde que soporta el ir a clase gracias a sus “pastillitas de la felicidad”, un hombre que se mantiene sorprendentemente cuerdo a base de antidepresivos, pero que sin ellos “probablemente sería un asesino en serie o ayudaría a los padres a tirar a sus hijos por la ventana”. De hecho, bastaría con escuchar la grabación del profesor muerto a cuyo funeral asisten, para tener un listado completo de todo lo que funciona mal y lleva a ese infierno. La psicóloga del colegio, Doris Parker (Lucy Liu), es otro personaje superado por las circunstancias, que ve cómo los alumnos constantemente tiran sus vidas por el acantilado de la nada y asiste impotente al triunfo de la mediocridad. Perderá los papeles y se mostrará incapaz de mirar a los alumnos a la cara, algo en lo que sin duda, muchos podríamos vernos reflejados. Algo de luz advertimos en Sarah, que gracias a su verdadera vocación de profesora vemos cómo logra iluminar el rostro de uno de sus alumnos al aprender matemáticas tras la dedicación especial de su maestra.
La película tiene cantidad de matices que darían pie a mucha apreciación y debate pero iremos terminando con lo que nos parece fundamental. La película plantea un comienzo de solución con su final. Por un lado tenemos el suicidio de Meredith (Betty Kaye) que parece oscurecerlo todo. Meredith es una alumna que está apasionada por las clases de Henry y que vive bajo el yugo de su padre –al que por cierto nunca se ve, sólo se le oye; signo claro de la ausencia de paternidad aun estando presente– y las pretensiones de éste sobre ella. De una forma parecida a El club de los poetas muertos, Meredith decidirá quitarse la vida al no ver nada que satisfaga su ser, al entender la realidad como un caos en el que no podrá ser ella misma. Es una alumna fascinada por el arte, pero ni en el arte consigue expresarse bien, pues no se acepta a sí misma. Las causas son varias, el desprecio de su padre, la presión social, su obesidad, etc. De alguna forma malentiende lo que Henry suscita en ella y decide poner un remedio definitivo a ese problema temporal.
Tras este duro acontecimiento que Henry vive en primera persona, sin embargo, decidirá quedarse finalmente en el instituto. Ya no es el profesor que evita forjar lazos verdaderos con sus alumnos, aquél que bajo la excusa de enseñar, cambia siempre de lugar para no asentar nada sólido. Henry cambia en la relación con la prostituta. Nace una complicidad y un amor sincero entre ambos, alejado de la mera instintividad sexual, que hace renacer sus corazones; torna la vida una promesa más real. Más real porque hay un bien presente que se puede mirar. El profesor nos enseña que para educar hace falta ser hombre, preservar la humanidad y ponerla en juego; y que hay que ser valiente, porque por tétrico que parezca el escenario (como se deja ver al final con la alegoría del instituto decadente bajo el recital de La caída de la casa de Usher, como si fuera el cuerpo mismo de la educación que está feneciendo), hay un punto por donde siempre se puede recomenzar. Aunque no lo parezca, el corazón del hombre está bien hecho, ahí reside el criterio y la realidad es positiva, en ella está la respuesta.
Marc Massó
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