El cine francés vuelve a hacer gala de su brillantez con esta película de la mano de Christophe Barratier. Les choristes nos presenta a modo de flashback narrativo la historia de Clément Mathieu (Gérard Jugnot), un músico fracasado que ha acabado ejerciendo de profesor; ocupando durante la película el cargo de vigilante del internado Fondo del Estanque. La historia nos la contarán a modo de recuerdo, a través del diario del profesor, dos de los niños de dicha institución: Pierre Morhange (Jean-Baptiste Maunier [niño] / Jacques Perrin [adulto]) y Pépinot (Maxence Perrin [niño] / Didier Flámand [adulto]). El nombre del internado es ya el preludio de lo que le espera, lo cual en sus pensamientos hace explícito el mismo profesor: “Pensé que lo peor estaba aún por llegar”. Nada más entrar, Clément conocerá al director del colegio, el señor Rachin (François Berléand), que se presenta como un personaje altivo, autoritario y de poca humanidad. Ya su primer plano, en lo alto de las escaleras y un fondo gris presagia una persona lúgubre. Cabe decir que en este aspecto la película es bastante evidente en cuanto a contrastes se refiere, llegando a veces a cotas un tanto caricaturescas en la comparación y trato de los personajes y lugares. La película sigue una fluidez musical que la hace amena y entretenida a la par que sencilla, en cuanto a que está hecha desde la perspectiva del niño, pretendiendo imitar su mirada.
Barratier dirá que en cada uno de los personajes hay un poco de él, pero que esencialmente quería recuperar la sencillez y sentimentalidad del niño espectador y partícipe de la realidad. Asevera el director que la infancia es el tema más universal porque permite hablar de lo humano sin gran parte del lastre de las cuitas mundanas. Es por ello que quizás pueda dar la sensación de menor seriedad en algunos puntos, sobretodo comparada con películas como Au revoir les enfants, donde la exquisita sutileza de Malle nos lleva también al meollo de la vida y sentir de los muchachos, en épocas además coincidentes. Sin embargo, queremos huir de esa reducción simplista, por los motivos que explicaremos a continuación.
Mathieu, nada más entrar en el colegio percibirá el caos: los niños gritan y alborotan, gastan bromas pesadas, lastimando de gravedad al viejo conserje Maxence (Jean-Paul Bonnaire) y siguen una dinámica diríase que instintiva, es decir, animal. Acatan órdenes sólo bajo la amenaza del castigo, pero en su tiempo libre son incapaces de hacer nada constructivo. Tal como lo define Rachin, el internado se rige por la norma de acción-reacción. Mathieu, con la sencillez de la persona atenta, entenderá con rapidez la situación y prácticamente con tan sólo mirar e intercambiar algunas palabras con los chavales podrá leer cómo son, de qué carecen y por dónde destacan. De este modo, lo primero que hará es encontrar al culpable de la agresión a Maxence y lo castigará, pero no como pena por su mala acción, sino como medio para que entienda, pues el niño que no es formado es incapaz de tratar bien las cosas, tiene que ser acogido y educado previamente para luego exigir de él una responsabilidad. Así Mathieu lo volverá responsable pactando con él no decírselo al director a cambio de que cuide de Maxence.
El nuevo vigilante introducirá al chico en lo real, permitiéndole conocer y entender por qué lo que ha hecho está mal; pues en la enfermería el niño entrará en contacto verdadero con Maxence y con vergüenza asumirá que no merecía ser objeto de tan lastimosa burla. El contraste es evidente con el director Rachin, para el cual el castigo es meramente un acto punitivo, que consta de encierros en el calabozo y agresiones violentas a los chavales. Veremos, tal como muestra la película al final, que este proceder es un círculo vicioso, pues en la medida en que el niño es maltratado, se porta peor, recibiendo luego mayor castigo; así hasta que alguna de las dos partes estalla (se cuenta el episodio de uno de los internos que optó por el suicidio). Sin duda, el mal sólo engendra mal multiplicado en el tiempo. Mathieu representa una novedad ya desde el inicio, pues los niños verán y entenderán que no ha venido a vigilarles y controlarles, sino a educarles, esto es, a ofrecerles una propuesta de vida frente a la que se podrán confrontar.
Así Mathieu, partiendo de lo que ve, intuye que los chicos podrían formar un coro y recupera su frustrada vocación musical para componer para ellos y formarles. Es interesante reparar en el hecho de que Mathieu encierra sus partituras bajo llave, como quien quisiera enterrar algo de lo que ha desistido, sin eliminarlo definitivamente. Serán los niños quienes de forma alegórica forzando el candado y abriendo el armario primero, y de forma real formando el coro después, le devolverán a Mathieu el amor por su vocación. Vemos aquí uno de los puntos fundamentales de la película. Mathieu, a través de la belleza de la música y la verdad del canto (aconsejamos leer las letras de las canciones) empezará a mover la afectividad de los niños, haciendo que éstos empiecen a percibir lo que tienen delante como un bien y no como una mera obligación. Resulta claro cómo el deseo de los niños, que es a la vez su motor vital y por tanto de voluntad de conocimiento, se enciende frente al desafío que les lanza el profesor. Es crucial entender este punto, pues es una de las encrucijadas en la que nos encontramos actualmente al nivel educativo. Se trata con frecuencia a los chavales como idiotas (recordando la frase de Rousseau), como sujetos sin capacidad de raciocinio y juicio que deben ser instruidos y cuya valoración como personas queda muchas veces en un segundo plano. Sin embargo, dado que el niño posee exactamente las mismas exigencias de bien, justicia, verdad y belleza que nosotros, es perfectamente capaz de discernir si algo le corresponde o no, si se es injusto con él o si se le trata bien.
Hay dos vertientes aquí. Por un lado, como en cualquier dinámica humana, el niño se asombra y se interesa por algo apasionante; por ello el profesor debe poder transmitir esta pasión a través de su materia tal como hace Mathieu. En tanto que estamos hechos para la verdad, todo lo verdadero nos interesa; aunque en lo particular no sea nuestra vocación final (por ello en el coro cada uno hace cosas distintas, pues tienen aptitudes distintas y todos pueden reconocer la belleza que entraña). Por otro lado, el desafío a la libertad del chico debe ser realista. Otro mito que rompe Mathieu es ese supuesto igualitarismo que intenta nivelar lo que no es igual, redundando en la mediocridad. Podría causar escándalo que Mathieu relegue a uno de los chavales que no sabe cantar a actuar de atril o a Pépinot, que es el más pequeño y no sabe hacer nada, como “ayudante del director”. Mathieu parte constantemente de lo que son las cosas y consigue una unidad en los chavales valorándolos por lo que son, sin caer en discriminación alguna y haciéndoles partícipes de un modo adecuado en una obra buena.
Es la diferencia entre partir de lo real o partir de las ideologías de género, psicológicas o de cuantos campos queramos, que teorizan antes de mirar la realidad. Es lo que sucede con la llegada de un joven delincuente al internado, de la mano de un psicólogo cuyo hito ha sido categorizar (objetivizar, ya comentado en otras críticas) a los chavales; llegando a clasificaciones como “limítrofes” o “imbéciles”. Como vemos, los temas son recursivos, pudiendo percibir también en cierto momento problemas como el estigma de la pedofilia o el gran asunto de la ausencia paterna y materna. La película, no en vano, está ubicada en 1949, donde tras la guerra, muchos niños son huérfanos o están solos, dado que sus padres y madres están ocupados trabajando y no pueden mantenerlos. El propio Barratier dirá que se basó en su experiencia del divorcio de sus padres y la constante ausencia de éstos (por su profesión de actores), para rememorar ciertos temas en la película. Recordemos aquí la frase que mentaba Henry en Detachment, donde afirmaba que el corazón de un niño –la pureza de su mirada–, puede alumbrar muchos lugares oscuros pero ¿cómo entiende el instante de su propia indiferencia? Es decir, un niño que no es introducido en lo real, que no es acompañado (como el rostro que busca Chuck en The man without a face); se inhibe de la realidad, se protege, porque ésta de antemano se le presenta sórdida. En esta misma línea, vemos aquí el acompañamiento e instrucción continua que ofrece Mathieu a los chavales en contraposición a esa ausencia que percibimos en Dead Poets Society, donde los alumnos eran desafiados y provocados, pero faltaba quizás una guía, un camino que recorrer que les permitiese hacerse adultos.
Mathieu nos enseña pues cómo la esperanza es algo tangible, cómo la belleza cambia el corazón humano, cómo es imposible categorizar a la persona y que siempre se debe apostar por lo positivo de lo real. Otra vez el director comenta al respecto del protagonista que le gusta poder identificarse con él, sentir que mediante el cine puede conseguir mejorar el mundo. Mathieu se nos presenta como un auténtico bonachón, a vueltas cómico, pero de una seriedad vital pasmosa: siempre es el último, el que sirve, el que se da para que los demás florezcan, el que huye del éxito y los elogios, el que va a lo fundamental de las cosas y no se pierde en la vanidad. Podría decirse que ha fracasado mucho: en la música, en el internado –donde lo echan–, en el amor –vemos su conato de enamoramiento con Violette Morhange (Marie Bunel), la madre de Pierre–, etc. y no obstante, representa la postura del hombre vencedor, de una humanidad cumplida en el bien y lo verdadero. Hasta tal punto es así que es capaz de cambiar las vidas de los chicos, incluyendo la del propio director, aunque la necedad de éste lo empañe luego.
Una última objeción vendría de una visión buenista del profesor, entendiendo que la pretendida caricaturización, a fin de resaltar la diferencia entre él y Rachin, da pie a caer del otro extremo, es decir, pasar de la norma al aliarse con los alumnos mediante el “colegueo” o haciéndoles concesiones. Pensamos que ello es absolutamente contrario a lo que de hecho muestra la película. En primer lugar, Mathieu comienza su primera clase pidiéndoles a los chicos que escriban quiénes son, es decir, conociéndolos. En segundo lugar, durante toda la película se muestra una mirada del profesor cargada de ternura hacia los chavales, pero con la misma o mayor dosis de realismo. No les exigirá más de lo que pueden dar y se ocupará de ellos para que sean, no para que deban ser. Valga la escena donde intenta chivar la respuesta del examen a Pépinot ante la incapacidad de éste de responder ante el director. Pépinot es el más pequeño y menos instruido de todos, no se puede esperar de él un nivel que nadie se ha encargado de darle, por tanto no hay condescendencia, sino realismo y sentido común. Además, esa objeción implicaría un profesor autorreferencial, es decir, una válvula de escape en ese limbo, un oasis en medio de la inmundicia del colegio. Sin embargo, la propuesta del profesor permea todo el colegio, también al profesor de matemáticas que se apuntará a tocar el piano y al de educación física, que acabará siendo un gran amigo de Mathieu y colaborará en echar al director. En la misma línea Mathieu demuestra su autoridad como persona a la que seguir en la dirección del coro y su saber hacer, cuando leyendo el comportamiento de Morhange lo apartará primero del coro para que su orgullo no le pierda y luego lo perdonará para que entienda lo que es el agradecimiento. Cabe destacar que para chicos que se mueven en una lógica económica de quid pro quo, tanto das, tanto recibes, acción-reacción; la experiencia de gratuidad se torna una experiencia novedosa y que les cambia profundamente.
Otro factor importante y que colabora con lo anterior es el hecho de que el Morhange adulto, famoso director (ha cumplido su vocación gracias a Mathieu), no recuerda el nombre de su vigilante. Es decir, Mathieu transmite una mirada sobre las cosas, un método, una humanidad despierta que hace que los chicos puedan ser hombres; no se transmite a sí mismo. El final de la película habla de cómo la ausencia del padre es superada, que siempre hay un lugar donde recomenzar. Pépinot es un chaval que mantiene la estatura original humana, es decir, la actitud de espera de aquél que debe venir a rescatarle, a cumplirle la vida. Desde su perspectiva de niño ése es su padre, que sin embargo está muerto, pero al que él espera continuamente frente a la verja del internado cada sábado. El sábado que Mathieu es despedido, Pépinot franqueará la verja para implorar al profesor que lo lleve con él. Ser padre no es una mera biología, no es reducible a un rol social o un papel administrativo. Ser padre o educador es introducir en lo real, es un abrazo amoroso que acoge y valora, es hacer que el deseo de totalidad emerja, es hacer una propuesta a la altura de la libertad y del corazón humano, para que el que es niño, mañana sea un hombre.
Marc Massó