domingo, 28 de abril de 2013

Los chicos del coro


El cine francés vuelve a hacer gala de su brillantez con esta película de la mano de Christophe Barratier. Les choristes nos presenta a modo de flashback narrativo la historia de Clément Mathieu (Gérard Jugnot), un músico fracasado que ha acabado ejerciendo de profesor; ocupando durante la película el cargo de vigilante del internado Fondo del Estanque. La historia nos la contarán a modo de recuerdo, a través del diario del profesor, dos de los niños de dicha institución: Pierre Morhange (Jean-Baptiste Maunier [niño] / Jacques Perrin [adulto]) y Pépinot (Maxence Perrin [niño] / Didier Flámand [adulto]). El nombre del internado es ya el preludio de lo que le espera, lo cual en sus pensamientos hace explícito el mismo profesor: “Pensé que lo peor estaba aún por llegar”. Nada más entrar, Clément conocerá al director del colegio, el señor Rachin (François Berléand), que se presenta como un personaje altivo, autoritario y de poca humanidad. Ya su primer plano, en lo alto de las escaleras y un fondo gris presagia una persona lúgubre. Cabe decir que en este aspecto la película es bastante evidente en cuanto a contrastes se refiere, llegando a veces a cotas un tanto caricaturescas en la comparación y trato de los personajes y lugares. La película sigue una fluidez musical que la hace amena y entretenida a la par que sencilla, en cuanto a que está hecha desde la perspectiva del niño, pretendiendo imitar su mirada.

Barratier dirá que en cada uno de los personajes hay un poco de él, pero que esencialmente quería recuperar la sencillez y sentimentalidad del niño espectador y partícipe de la realidad. Asevera el director que la infancia es el tema más universal porque permite hablar de lo humano sin gran parte del lastre de las cuitas mundanas. Es por ello que quizás pueda dar la sensación de menor seriedad en algunos puntos, sobretodo comparada con películas como Au revoir les enfants, donde la exquisita sutileza de Malle nos lleva también al meollo de la vida y sentir de los muchachos, en épocas además coincidentes. Sin embargo, queremos huir de esa reducción simplista, por los motivos que explicaremos a continuación. 
Mathieu, nada más entrar en el colegio percibirá el caos: los niños gritan y alborotan, gastan bromas pesadas, lastimando de gravedad al viejo conserje Maxence (Jean-Paul Bonnaire) y siguen una dinámica diríase que instintiva, es decir, animal. Acatan órdenes sólo bajo la amenaza del castigo, pero en su tiempo libre son incapaces de hacer nada constructivo. Tal como lo define Rachin, el internado se rige por la norma de acción-reacción. Mathieu, con la sencillez de la persona atenta, entenderá con rapidez la situación  y prácticamente con tan sólo mirar e intercambiar algunas palabras con los chavales podrá leer cómo son, de qué carecen y por dónde destacan. De este modo, lo primero que hará es encontrar al culpable de la agresión a Maxence y lo castigará, pero no como pena por su mala acción, sino como medio para que entienda, pues el niño que no es formado es incapaz de tratar bien las cosas, tiene que ser acogido y educado previamente para luego exigir de él una responsabilidad. Así Mathieu lo volverá responsable pactando con él no decírselo al director a cambio de que cuide de Maxence.

El nuevo vigilante introducirá al chico en lo real, permitiéndole conocer y entender por qué lo que ha hecho está mal; pues en la enfermería el niño entrará en contacto verdadero con Maxence y con vergüenza asumirá que no merecía ser objeto de tan lastimosa burla. El contraste es evidente con el director Rachin, para el cual el castigo es meramente un acto punitivo, que consta de encierros en el calabozo y agresiones violentas a los chavales. Veremos, tal como muestra la película al final, que este proceder es un círculo vicioso, pues en la medida en que el niño es maltratado, se porta peor, recibiendo luego mayor castigo; así hasta que alguna de las dos partes estalla (se cuenta el episodio de uno de los internos que optó por el suicidio). Sin duda, el mal sólo engendra mal multiplicado en el tiempo. Mathieu representa una novedad ya desde el inicio, pues los niños verán y entenderán que no ha venido a vigilarles y controlarles, sino a educarles, esto es, a ofrecerles una propuesta de vida frente a la que se podrán confrontar.

Así Mathieu, partiendo de lo que ve, intuye que los chicos podrían formar un coro y recupera su frustrada vocación musical para componer para ellos y formarles. Es interesante reparar en el hecho de que Mathieu encierra sus partituras bajo llave, como quien quisiera enterrar algo de lo que ha desistido, sin eliminarlo definitivamente. Serán los niños quienes de forma alegórica forzando el candado y abriendo el armario primero, y de forma real formando el coro después, le devolverán a Mathieu el amor por su vocación. Vemos aquí uno de los puntos fundamentales de la película. Mathieu, a través de la belleza de la música y la verdad del canto (aconsejamos leer las letras de las canciones) empezará a mover la afectividad de los niños, haciendo que éstos empiecen a percibir lo que tienen delante como un bien y no como una mera obligación. Resulta claro cómo el deseo de los niños, que es a la vez su motor vital y por tanto de voluntad de conocimiento, se enciende frente al desafío que les lanza el profesor. Es crucial entender este punto, pues es una de las encrucijadas en la que nos encontramos actualmente al nivel educativo. Se trata con frecuencia a los chavales como idiotas (recordando la frase de Rousseau), como sujetos sin capacidad de raciocinio y juicio que deben ser instruidos y cuya valoración como personas queda muchas veces en un segundo plano. Sin embargo, dado que el niño posee exactamente las mismas exigencias de bien, justicia, verdad y belleza que nosotros, es perfectamente capaz de discernir si algo le corresponde o no, si se es injusto con él o si se le trata bien.

Hay dos vertientes aquí. Por un lado, como en cualquier dinámica humana, el niño se asombra y se interesa por algo apasionante; por ello el profesor debe poder transmitir esta pasión a través de su materia tal como hace Mathieu. En tanto que estamos hechos para la verdad, todo lo verdadero nos interesa; aunque en lo particular no sea nuestra vocación final (por ello en el coro cada uno hace cosas distintas, pues tienen aptitudes distintas y todos pueden reconocer la belleza que entraña). Por otro lado, el desafío a la libertad del chico debe ser realista. Otro mito que rompe Mathieu es ese supuesto igualitarismo que intenta nivelar lo que no es igual, redundando en la mediocridad. Podría causar escándalo que Mathieu relegue a uno de los chavales que no sabe cantar a actuar de atril o a Pépinot, que es el más pequeño y no sabe hacer nada, como “ayudante del director”. Mathieu parte constantemente de lo que son las cosas y consigue una unidad en los chavales valorándolos por lo que son, sin caer en discriminación alguna y haciéndoles partícipes de un modo adecuado en una obra buena.

Es la diferencia entre partir de lo real o partir de las ideologías de género, psicológicas o de cuantos campos queramos, que teorizan antes de mirar la realidad. Es lo que sucede con la llegada de un joven delincuente al internado, de la mano de un psicólogo cuyo hito ha sido categorizar (objetivizar, ya comentado en otras críticas) a los chavales; llegando a clasificaciones como “limítrofes” o “imbéciles”. Como vemos, los temas son recursivos, pudiendo percibir también en cierto momento problemas como el estigma de la pedofilia o el gran asunto de la ausencia paterna y materna. La película, no en vano, está ubicada en 1949, donde tras la guerra, muchos niños son huérfanos o están solos, dado que sus padres y madres están ocupados trabajando y no pueden mantenerlos. El propio Barratier dirá que se basó en su experiencia del divorcio de sus padres y la constante ausencia de éstos (por su profesión de actores), para rememorar ciertos temas en la película. Recordemos aquí la frase que mentaba Henry en Detachment, donde afirmaba que el corazón de un niño –la pureza de su mirada–, puede alumbrar muchos lugares oscuros pero ¿cómo entiende el instante de su propia indiferencia? Es decir, un niño que no es introducido en lo real, que no es acompañado (como el rostro que busca Chuck en The man without a face); se inhibe de la realidad, se protege, porque ésta de antemano se le presenta sórdida. En esta misma línea, vemos aquí el acompañamiento e instrucción continua que ofrece Mathieu a los chavales en contraposición a esa ausencia que percibimos en Dead Poets Society, donde los alumnos eran desafiados y provocados, pero faltaba quizás una guía, un camino que recorrer que les permitiese hacerse adultos.

Mathieu nos enseña pues cómo la esperanza es algo tangible, cómo la belleza cambia el corazón humano, cómo es imposible categorizar a la persona y que siempre se debe apostar por lo positivo de lo real. Otra vez el director comenta al respecto del protagonista que le gusta poder identificarse con él, sentir que mediante el cine puede conseguir mejorar el mundo. Mathieu se nos presenta como un auténtico bonachón, a vueltas cómico, pero de una seriedad vital pasmosa: siempre es el último, el que sirve, el que se da para que los demás florezcan, el que huye del éxito y los elogios, el que va a lo fundamental de las cosas y no se pierde en la vanidad. Podría decirse que ha fracasado mucho: en la música, en el internado –donde lo echan–, en el amor –vemos su conato de enamoramiento con Violette Morhange (Marie Bunel), la madre de Pierre–, etc. y no obstante, representa la postura del hombre vencedor, de una humanidad cumplida en el bien y lo verdadero. Hasta tal punto es así que es capaz de cambiar las vidas de los chicos, incluyendo la del propio director, aunque la necedad de éste lo empañe luego.

Una última objeción vendría de una visión buenista del profesor, entendiendo que la pretendida caricaturización, a fin de resaltar la diferencia entre él y Rachin, da pie a caer del otro extremo, es decir, pasar de la norma al aliarse con los alumnos mediante el “colegueo” o haciéndoles concesiones. Pensamos que ello es absolutamente contrario a lo que de hecho muestra la película. En primer lugar, Mathieu comienza su primera clase pidiéndoles a los chicos que escriban quiénes son, es decir, conociéndolos. En segundo lugar, durante toda la película se muestra una mirada del profesor cargada de ternura hacia los chavales, pero con la misma o mayor dosis de realismo. No les exigirá más de lo que pueden dar y se ocupará de ellos para que sean, no para que deban ser. Valga la escena donde intenta chivar la respuesta del examen a Pépinot ante la incapacidad de éste de responder ante el director. Pépinot es el más pequeño y menos instruido de todos, no se puede esperar de él un nivel que nadie se ha encargado de darle, por tanto no hay condescendencia, sino realismo y sentido común. Además, esa objeción implicaría un profesor autorreferencial, es decir, una válvula de escape en ese limbo, un oasis en medio de la inmundicia del colegio. Sin embargo, la propuesta del profesor permea todo el colegio, también al profesor de matemáticas que se apuntará a tocar el piano y al de educación física, que acabará siendo un gran amigo de Mathieu y colaborará en echar al director. En la misma línea Mathieu demuestra su autoridad como persona a la que seguir en la dirección del coro y su saber hacer, cuando leyendo el comportamiento de Morhange lo apartará primero del coro para que su orgullo no le pierda y luego lo perdonará para que entienda lo que es el agradecimiento. Cabe destacar que para chicos que se mueven en una lógica económica de quid pro quo, tanto das, tanto recibes, acción-reacción; la experiencia de gratuidad se torna una experiencia novedosa y que les cambia profundamente.
Otro factor importante y que colabora con lo anterior es el hecho de que el Morhange adulto, famoso director (ha cumplido su vocación gracias a Mathieu), no recuerda el nombre de su vigilante. Es decir, Mathieu transmite una mirada sobre las cosas, un método, una humanidad despierta que hace que los chicos puedan ser hombres; no se transmite a sí mismo. El final de la película habla de cómo la ausencia del padre es superada, que siempre hay un lugar donde recomenzar. Pépinot es un chaval que mantiene la estatura original humana, es decir, la actitud de espera de aquél que debe venir a rescatarle, a cumplirle la vida. Desde su perspectiva de niño ése es su padre, que sin embargo está muerto, pero al que él espera continuamente frente a la verja del internado cada sábado. El sábado que Mathieu es despedido, Pépinot franqueará la verja para implorar al profesor que lo lleve con él. Ser padre no es una mera biología, no es reducible a un rol social o un papel administrativo. Ser padre o educador es introducir en lo real, es un abrazo amoroso que acoge y valora, es hacer que el deseo de totalidad emerja, es hacer una propuesta a la altura de la libertad y del corazón humano, para que el que es niño, mañana sea un hombre.

Marc Massó

lunes, 22 de abril de 2013

El hombre sin rostro

Mel Gibson sorprende a público y crítica debutando como director en 1993 con esta película. Basada en una novela homónima, cuenta la historia de amistad entre un profesor y su alumno. Charles E. ‘Chuck’ Norstadt (Nick Stahl) es un niño que alberga el sueño con el que da comienzo la película: ingresar en la academia militar de West Point para ser piloto de aviación. Lo curioso del sueño es cómo cada detalle de éste está inventado, imaginado por él mismo, viéndose a la madre orgullosa y radiante, a la hermana que no le cae bien amordazada, etc. Si bien, a cierto punto se da cuenta de que falta algo, hay un rostro entre la multitud que no consigue ver, alguien a quien busca y no encuentra. Es como si el propio muchacho percibiese que su sueño no puede ser confeccionado por sí mismo, necesita de otro que le ayude, que le introduzca, que le forme, para poder llegar a esa academia. De vuelta a lo real se nos muestra cómo las cosas no parecen estar muy fáciles para él. Sus notas no son buenas y debe pasar un difícil examen al final del verano. Además vive una compleja situación familiar en un hogar con la ausencia de su padre y una familia absolutamente fragmentada, con varias hermanas de distintos matrimonios de su frustrada madre y un constante ir y venir de nuevos amantes de ésta. Chuck es tratado siempre con una condescendencia que, aunque bien intencionada, le resulta profundamente discriminatoria y humillante. Todos están preocupados por cómo la falta de su padre y la compleja situación familiar pueden afectar al niño, volviéndolo un incapaz, al que le cuestan más las cosas que a los demás. Otra vez vemos que las primeras cuestiones del fracaso educativo empiezan por el núcleo familiar.

De nuevo se observa la dinámica donde se trata a la persona no por su totalidad, sino por datos parciales; como un objeto, es decir, se lo objetiviza bajo el prisma de alguna enfermedad, en este caso, psicológica. Ello provoca una reactividad en el chico, que se defiende instintivamente de dichas intromisiones de forma violenta –como cuando decide pinchar las ruedas del coche de su madre en el Ferry– que no hace más que agrandar el círculo vicioso: cuanto más violento y huidizo, más argumentos de preocupación tienen los psicólogos y adláteres. Al niño no le pasa nada más que lo obvio: su madre tiene un problema afectivo gravísimo y en tanto que ni se sostiene ella, menos aún a su hijo; y por otro lado, la ausencia de un padre y de un hogar que permita su correcto crecimiento y enriquecimiento como persona, dificulta que todo lo que lleva él dentro se desarrolle y brille. Chuck sólo necesita alguien que lo quiera como es, que le ayude a crecer y a expresar lo que desea, encontrando en la realidad aquello que mejor responda.

Así Chuck encontrará en el estudio una buena excusa para ausentarse de su casa durante los días de vacaciones. Necesita estudiar, pero a pesar de sus intentos vemos que está completamente desorientado. En su lugar de veraneo existe otra persona que apenas se deja ver y del cual circulan leyendas y ficciones por doquier. Chuck lo verá primero en el Ferry y luego tras una excursión en barca a una cala cerca de la casa del enigmático personaje, en la cual olvidará sus apuntes y libros y a la que deberá volver. Esta casualidad permitirá que Chuck y el profesor Justin McLeod (Mel Gibson) se encuentren por primera vez. Chuck le pedirá que lo ayude a estudiar, pero al inicio el profesor declina la propuesta, aun cuando el niño le ofrece compensarle económicamente: “No podrás pagarme”. Se empieza a ver aquí ya que el asunto no es un tema económico, sino mucho más profundo. Chuck volverá incansablemente a la casa del profesor para pedirle que lo forme hasta que éste accede de una forma peculiar: “Cava un hoyo”.

Es interesante ver cómo el factor que mueve el aprendizaje es el deseo del niño. Él quiere ser piloto y para conseguirlo debe conocer una realidad que desconoce y, de hecho, desconoce incluso lo que debe conocer. Por ello la propuesta del profesor se le antoja arbitraria y decepcionante: “¿Por qué tengo que cavar un hoyo? ¡No sirve para nada!”. Vemos aquí el segundo punto de interés: la autoridad y la disciplina. Tal como le espeta McLeod, si quiere que él sea profesor le deberá llamar “señor” y deberá obedecerle. Hay una clara distinción entre el plano docente y discente, sin que ello sea objeción a la amistad verdadera que surge con posterioridad. Para nada la forma de actuar del profesor es caprichosa tal como se demostrará luego. McLeod apela a la libertad del niño y a su deseo, es como si le dijera: si quieres ser aviador debes estudiar y como no sabes, debes aprender. Dado que yo soy profesor yo te enseñaré, pero para ello debes fiarte de mí aun cuando no entiendas, porque precisamente porque no entiendes es por lo que necesitas estudiar, por tanto sólo entenderás cuando te hayas fiado de mi palabra. Contrariamente, el ámbito social y familiar del chaval apelan sólo a su límite, causándole rabia, y a un escenario pequeño, preconfeccionado por ellos y su estrechez de miras, según su criterio de lo que es posible o no; sin darle la oportunidad al chico y a la misma realidad de que hablen, es decir, de ver en efecto la plausibilidad o no de que entre en la academia. Esta mirada sobre la realidad reduce el verdadero deseo del niño y lo hace ir a expensas de los demás, haciendo de él un inútil, efectivamente, cerrando la profecía autocumplida.

Veremos cómo el contraste entre ambas opciones es evidente. El niño a medida que estudia con el profesor aprende, conoce mejor las cosas, se conoce a sí mismo, se hace inteligente; esto es, capaz de discernir (legere) entre (ínter-) las cosas. El meollo de la cuestión cognoscitiva no es de una mayor o menor capacidad intelectual, sino de una postura adecuada ante las cosas. McLeod se demuestra un verdadero maestro en la medida en que hace aflorar lo mejor del interior del chico y le permite ser más el mismo. Además no enseña según su criterio, sino según el criterio de las cosas: dado que el método de conocimiento lo impone el objeto (no es lo mismo estudiar una piedra que una planta o un animal), el profesor lo introduce en lo real según la verdad de lo que estudian. Por ello partirá de lo que es el propio chaval, haciéndole buscar sinónimos de “mierda” dado que es un mal hablado, o lo instruirá en la recitación y actuación del teatro, no en su mera lectura. La prueba es la satisfacción y la alegría que suscita en Chuck. Ello llevará naturalmente al desarrollo de una amistad grande y verdadera entre ellos, donde compartirán sus vidas y el significado de las cosas.

Por un lado McLeod verá la difícil situación de Chuck y por otro, Chuck entenderá por qué su profesor vive como un ermitaño y tiene medio rostro y gran parte del cuerpo quemados. McLeod sufrió un accidente de coche hace años en el que murió uno de sus alumnos. Se le acusó injustamente de haber estado abusando de él y perdió su puesto de profesor, perdiendo también parte de su vida. La imagen alegórica es aquí patente: desde que perdió la vocación y a su mujer (aunque no sabemos cómo, si murió, lo abandonó o se divorciaron), perdió su rostro, casi diríase que aquello que lo hace humano. Por ello los habitantes del pueblo sencillamente lo aceptan, pero no saben nada de él, solo mentiras y cotilleos que van de boca en boca sin ton ni son. Algunos lo califican de monstruo y prefieren ignorarle a conocerle y entrar en relación con él. Se ve aquí una vez más la línea entre la propia idea y la verdad de lo real. Es el contacto con lo real lo que permite a Chuck pasar del mito al logos, dejar atrás la idea que tenía sobre McLeod y descubrir quién es realmente. De esta forma puede llegar a decirle a su profesor que ya no ve sus cicatrices. Mientras el pueblo vive de su imagen, acaban montando una versión de la realidad absolutamente alejada de lo que es y por ende, profundamente injusta. Algo que ya analizamos en el ciclo de ideología: mientras se vive apegado a la propia idea sin conocer de verdad lo real se hace violencia y se es partícipe del mal, porque no se está en la verdad de las cosas.  


Por ello, cual fantasmas del pasado, el estigma de la pedofilia se vuelve a cernir sobre el profesor. Como ya decíamos en la película El profesor, hay una distancia ficticia y autoimpuesta en la relación como “seguro” para mantener la relación acotada dentro de lo estrictamente académico, como muestra la película, fuera de lo real. Tras una discusión familiar, Chuck acudirá a casa del profesor, pues es el único lugar donde verdaderamente es más él mismo. Dado que había mantenido la relación con McLeod en secreto para que no le impidieran ir a recibir sus clases, inmediatamente se genera una sospecha que no está fundada sobre algo real, como decíamos, sino sobre la imagen que ya tienen los habitantes del pueblo previamente metida en la cabeza y sobre la cual intentarán ahormar la realidad que se les presenta. Son incapaces de ver que el niño está bien, es más, que está mejor, que no hay problemas más que en la casa del chaval y que el profesor ha hecho un bien enorme. Sólo esperan de la realidad aquello que confirme lo que ya han decidido previamente, llevando el asunto hasta cotas que rayan el esperpento y lo absurdo.

Buena muestra de ello es el tramposo interrogatorio al que someten a McLeod, el cual les dará una brillante lección sobre el amor, la autenticidad, la amistad, el honor y la veracidad del corazón del hombre. Algo que sin duda los jueces, abogados y responsables sociales ni huelen, pues no han hecho experiencia de lo que les dice el profesor. La miseria de sus vidas hace que las palabras que escuchan queden como ecos vacíos en sus conciencias. Como cuando McLeod les recuerda a las autoridades: “soy profesor” (por vocación), a lo que éstas responden (entendiendo la simple profesión): “Pero no comprendo, ¿no le quitaron su plaza?”. Verdaderamente alguien ideologizado se vuelve ciego e ignorante, pues es incapaz de comprender lo que acontece.


Luego se encontrarán Chuck y el profesor en una escena tensa, donde el chico está desorientado por los acontecimientos y llega a dudar de su amigo. En ese punto McLeod no cede: “Mira tu experiencia, dime si te he tocado alguna vez, es más, si crees que podría llegar a hacerlo”. McLeod es profesor hasta el final pues no separa lo que enseña de cómo lo enseña, es decir, de lo experimentable en lo concreto. No hay un ámbito intelectual y otro afectivo, separados: la persona es una y por ello la educación debe serlo. El niño debe partir de lo que aprende y de su experiencia para poder sacar su juicio, entender, hacerse adulto; pero siempre al amparo de una guía. Así Chuck será capaz de comprender que el profesor no es malo, porque toda su experiencia dice lo contrario. Es un ejemplo claro de cómo uno puede alcanzar certezas morales (tan necesarias hoy en día donde parece que sólo la ciencia pueda ser objetiva) y cómo éstas son más imprescindibles que las certezas intelectuales.

En la misma línea vemos cómo el poder político o de la ley, si se quiere, está también presente en la figura del policía. Una vez más es un poder que no se preocupa de ser garante de que el espacio común sirva para que la vida de los que lo habitan se exprese en libertad y se lleve a cumplimiento respecto a un bien; sino que se conforma con mantener un orden. Hasta el punto que será capaz de decirle al profesor que hubiese sido mejor que se hubiera quedado en casa haciendo el ermitaño antes que salir al encuentro del chico con el consiguiente problema (ficticio) que ello ha acarreado. La verdad no importa, sino sólo que las cosas “estén en su sitio”.

Hay otro detalle que habla de la inseparabilidad de la propia vida y anhelos con lo que es la aventura educativa (descubrirlo en la realidad) y la relación con la persona. McLeod recuperará su rostro en la relación con el chico, y Chuck a la vez se volverá adolescente, más adulto, en la relación con el profesor. En efecto, uno sólo puede ser él mismo frente a otro, frente a un tú al que puede nombrar y reconocer. Por ello, cuando el mundo le gira la espalda el profesor pierde su rostro, incluso físicamente; algo que recuerda otra vez a la anterior película, El profesor, donde Meredith dibuja a Henry sin rostro frente a la clase, pues como dijimos, Henry sigue buscando una respuesta a su vida que recuperará en el amor hacia la prostituta. De igual forma aquí la alteridad deviene el signo más potente del culmen afectivo de la persona, que es el amor. Sólo si somos amados y amamos podemos existir con plenitud, tal es la condición humana. Esta evolución se ve con claridad en la carta que le deja al final, donde lo explica todo con brillantez y claridad; y de una forma más simbólica en sus cuadros. McLeod es también artista y se puede ver cómo el cuadro final es un bello paisaje que muestra a Chuck y a él durante una de sus excursiones-lecciones, en contraposición a otros cuadros que se ven en la película y que muestran una oscuridad y decadencia parecidas a las de pintores como Francis Bacon. 

La película finaliza genialmente con una escena análoga a la del principio. Chuck ha logrado ingresar en la academia y tras cuatro años se ha graduado. Las circunstancias no han cambiado en exceso por así decir. Su familia sigue siendo la misma, pero la realidad se presenta mucho más fascinante de lo que parecía en el sueño, entre otras cosas, aunque parezca una obviedad, porque es real. En un cierto momento Chuck buscará una figura a lo lejos y verá la silueta, un rostro amable, de un amigo querido que lo saludará y sin el cual no estaría ahí. Las autoridades no les permiten verse, pero nadie podrá borrar el vínculo amoroso y la plenitud de vida que ha nacido en ellos.
Para terminar sólo recabar en un último detalle: McLeod le enseñará durante gran parte de la película materias más relacionadas con las humanidades que con la aviación, porque hay que aprender lo concreto de cada materia, pero sobretodo hay que aprender a ser hombres, a escuchar y entender el valor de la realidad y el deseo del corazón. Si no hay un propósito para hacer lo que hacemos, ¿por qué querríamos ni tan siquiera aprenderlo? La poesía, el teatro, la literatura o la filosofía son disciplinas que hablan de ese significado y del deseo humano. Hoy en día las humanidades son cada vez más desprestigiadas y olvidadas, nos quejamos de que todo cae y parece que no advirtamos que estamos masacrando nuestra capacidad para ser personas desde la base. Tras el estado de la cuestión que mostraba El profesor, esta es una película que nos muestra los rasgos inconfundibles de un buen maestro y que nos presenta las características más importantes de la buena educación.

Marc Massó

lunes, 15 de abril de 2013

El profesor

Tony Kaye nos presenta una nueva y provocadora película tras la muy recomendable American History X. Como de costumbre el título original, Detachment, que en inglés se refiere a indiferencia o desapego, contiene mucha más carga significativa en relación a lo que se cuenta en la película que su traducción española. Muchos de los críticos y profesionales de la educación la catalogan como una de las mejores películas del género, diferenciándose de otras de temática semejante como Mentes peligrosas; especialmente por su realismo, lo cual no deja de sorprender dada la dureza y la crudeza de lo que se narra. Henry Barthes (Adrien Brody) es un profesor sustituto que llega a un decadente instituto cuyos alumnos parecen auténticos salvajes. Las clases son un caos, la violencia, el insulto, los malos modales y la mediocridad están a la orden del día. Los profesores titulares del mismo viven soportando ese duro día a día en una suerte de estoicismo que diríase cabalga a lomos de una falaz e ingenua confianza en que las cosas un día se arreglarán, y que lo hecho valdrá para algo.

Sin duda el panorama es desesperanzador y la película no ahorra nada. A este respecto su visionado resulta de una ayuda inestimable para ver sin ambages los principales problemas de los que aqueja la educación actual y su origen. Hace al espectador partícipe de la vida que llevan los profesores con primeros planos insoportables y conversaciones delirantes bajo las miradas extraviadas de los chicos. No en vano, la película comienza con una serie de testimonios cortos de distintas personas que explican por qué se hicieron profesores. La mayoría son fracasados que han acabado ahí porque: “algo podrían hacer”, “como algo temporal y llevo ya 30 años”, como “no tenía otra cosa que hacer”, etc. Una primera crítica que pone sobre la mesa uno de los principales fallos, si bien no el principal ni el más importante: la falta de vocación de los profesores. La figura del profesor viene siendo desacreditada desde hace años y sólo en países donde se valora social y académicamente (como los tan celebrados países escandinavos, sobresalientes en el informe PISA), el profesor es respetado como lo que debería ser: una autoridad. El profesor, lejos de ser un mediocre vigilante de chavales –que bastante tiene con impedir que se maten entre ellos–, es una persona formada y culta en su materia, con un amplio prestigio social y profesional.

No obstante, el problema fundamental que la película hace patente son los padres. Lo decimos por el hecho de que es la figura más amplia y que más afecta en todos los ámbitos, pues los profesores también son padres y la sociedad en la que estamos todos inmersos, profesores, institutos e instituciones incluidos, está hecha de padres que generan hijos que a su vez serán padres. Es decir, se nota un caos social, una falta de valores y de humanidad que no puede ser reducida a una mera errata de cálculo. Los padres son los principales agentes porque somos nosotros mismos, somos los que afectamos a la política, a la economía y a nuestros hijos a los que precedemos y a los que legamos esta situación que se antoja catastrófica. Sería demasiado ingenuo esperar un cambio de administración, de ley o de asignaturas que obrara mágicamente el milagro del cambio de rumbo. Es decir, la película nos vuelve protagonistas desde el primer minuto, porque tras su visionado, nuestra es la decisión de cuán importante es la educación, que en tanto fundamento y base de cada individuo, garantiza los cimientos sobre los que se asienta nuestra sociedad. En esta línea es patente el estado patético del colegio donde los padres están ausentes (noche de padres), donde sólo se personan para reclamar “derechos” autoimpuestos sin ningún miramiento ni preocupación real por la formación y vida de sus hijos. No hay vínculo entre padres y profesores y eso aleja aún más el vínculo entre profesores y alumnos.


Son crudamente realistas las imágenes donde una madre insulta a la señorita Sarah Madison (Christina Hendricks) por haber sacado a su hija de clase “discriminándola” dando a entender que por ser negra; cuando lo que realmente ha pasado es que la chica ha insultado, amenazado y vejado, esputo mediante, a la profesora por intentar llamarla al orden. Es abrasiva la tremenda impotencia e indefensión que uno ve en los profesores, a los que se muestra incluso figuradamente (mediante las pizarras que van acompañando la historia con dibujos y sucediéndose a lo largo de la trama) como animales esclavos de unos tiránicos adolescentes. Maléficamente parece que se haya invertido el orden: el estudiante ya no es el que debe acatar y aprender del profesor, que es quien lo introduce en lo real; sino que el profesor es obligado a doblegarse a la voluntad del estudiante con el agravante de un mandato imposible: hacer que el chaval aprenda sin que medie la disciplina. Condición para que el discente aprenda es que se fie de su docente.

A esto se le suma otro de los males actuales: los recortes de presupuesto. Aquí vemos dos vías. Una de tipo meramente económico, donde si el instituto no tiene buenos resultados y no presenta una buena imagen del barrio, perderá las subvenciones que lo hacen viable o será privatizado. La segunda, en relación también con la privatización, resulta de la aplicación de una lógica economicista y resultadista antihumana. Es decir, partiendo de lo mensurable (número de alumnos, cantidad de dinero a fin de año) se obliga a rebajar el nivel para que más alumnos den buena impresión (sacando buenas notas aunque el nivel sea pésimo) y se monta todo un parapeto para justificar lo injustificable. El resultado es que no sólo el nivel baja, los alumnos se aburren y los profesores se desmoralizan; sino que se entra en una dinámica donde ya no se trata con personas, sino con números. Cierto es que la película presenta la privatización bajo esta lógica como un mal, pero no la privatización per se. Expliquémonos, dado que es un debate muy en boga en la actualidad.

Es bueno que la educación sea gratuita y pública porque todo ser humano, en tanto que igual a sus congéneres, merece las mismas oportunidades de ser alguien en la vida y encontrar su vocación y felicidad formándose, sin que importe su origen, raza o clase social. Ahora bien, ello no quiere decir que la educación como tal sea gratuita. Evidentemente tiene un coste, y alto, como todo lo importante. Por ello, los impuestos (el aporte de la sociedad como conjunto) deben servir a ese fin, sin que ello sea óbice para que aquél que tenga la suerte de poder pagárselo, lo haga. Por ello no importa si la gestión es pública o privada –garantizando siempre con becas o subvenciones que cualquier alumno podrá ser educado– mientras se tenga en cuenta lo fundamental: que ha de ser sostenible (un realismo financiero) y debe estar acorde a la excelencia, es decir, hay que garantizar un nivel para que el que sea formado sea una persona responsable y buena ejecutora de su labor el día de mañana, por la sencilla razón de que en tanto que perteneciente a la misma sociedad la favorecerá. Sin embargo, la película es aquí también punzante, mostrando la falacia última de reducir el problema a la falta de recursos: baste ver las dimensiones y calidad del polideportivo del instituto o sus instalaciones, para entender que no basta con tener el dinero suficiente.


Ahondemos un poco más en la propuesta de la película. Si algo la hace grande es que es una película profundamente humana, va al fondo de la cuestión y, probablemente, sin darle una solución completa –si es que la hay–; pone todas las cartas sobre la mesa. Las vidas de los personajes nos impelen a ver que la profesión de profesor tiene una particularidad muy clara y diferencial: uno transmite lo que es, por ello la línea entre el trabajo que uno hace y la vida que lleva es aquí posiblemente más fina que en cualquier otro oficio. Los profesores se comunican a sí mismos, por ello los chavales sólo cambian cuando ven a uno que vive su vida o mira la realidad de una forma más interesante. Resulta claro cómo el profesor Dearden (Bryan Cranston) es incapaz de poner orden en su clase y cómo vive la vida igual, como si no existiera. Su mujer ni le mira, su hijo parece un mueble más de la sala de estar, es como si todos pasaran de él sin más, hasta que un día Henry le pregunta si se encuentra bien al verle, como otros días, cogido a la verja del patio, en una conversación surrealista: “– Pero, ¿me ves? – Claro que te veo. – Oh, ¡gracias! Era insoportable”.

Así el profesor Barthes será el único que despertará el interés de sus alumnos por cómo da las clases y cómo les trata. Henry es capaz de hacer que los chicos empiecen a ver la relación entre lo que estudian y sus propias vidas. A través de la literatura, leyendo a Poe o discutiendo sobre la novela 1984 de Orwell, Henry les hace ir hasta el fondo de sí mismos y empezar a entender. También hay claras críticas al poder y a los totalitarismos, que no siempre son del tipo hitleriano, como se referencia ligeramente en la película; sino que se cuelan muchas veces bajo el influjo de una sociedad opulenta y aparentemente acomodada. Como Henry les hace ver, viven presos de modas, clichés, prejuicios e ideas falsas que les impiden ser ellos mismos. Él no tiene la respuesta, pero empieza a hacer nacer en ellos una confianza en su corazón, en su deseo de bien, justicia, belleza y verdad al que siempre nos referimos y que toda persona comparte. Los chicos empiezan a entender que conocer la realidad, formarse, es conocerse a sí mismos, es decir, condición y medio para ahondar en esa búsqueda imperecedera de la felicidad que es motor del ánimo humano. Valga reparar aquí en la diferencia fundamental entre educar e instruir: la mera transmisión de conocimientos no es mala en sí misma, pero es incompleta. Educar consiste realmente en introducir esos conocimientos como herramienta epistemológica de la realidad a fin que la propia persona sea libre, es decir, más capaz de entender y decidir sobre lo que acontece. Por ello la relación entre el profesor y los padres es fundamental, no se puede desligar uno de lo otro, pues sino la persona queda fragmentada, perdida.

La paradoja aquí es grande, por ser doble. Henry, de hecho, es un hombre triste, taciturno, de aspecto pálido y lánguido. Vive soportando la losa del suicidio de su madre bajo circunstancias bastante oscuras. La película deja entrever que su abuelo abusó de su madre cuando era joven y su madre, probablemente sin superarlo, años más tarde acabará suicidándose. Además su padre les abandonó cuando era pequeño. De modo que Henry parte de una ausencia de referente paterno y una carencia afectiva brutal, casi diríase que existencial, pues la persona que lo ha engendrado se ha quitado la vida, algo así como una testimonio inefable de que la vida no tiene sentido. Ello lleva a la peculiar situación en que Henry no renuncia a su humanidad para nada, casi de un modo incomprensible el espectador asiste a una muestra increíble de bondad y humanidad, no carente de límite, pero que deja descolocado. A la vez, ese cinismo existencial, parece haber construido una armadura alrededor de Henry frente al mal del mundo. De hecho empieza con una cita de Camus sobre la indiferencia del propio ser diríase que casi nihilista, lo cual se confirma luego en la respuesta que le da al primer alumno que le intenta intimidar: “A mí no puedes herirme, estoy vacío”. He aquí lo paradójico.


Ello contrasta con cómo Henry es capaz de cuidar a su abuelo (ingresado con demencia senil y seguramente alzhéimer) hasta el final, cómo acoge a la prostituta joven o cómo trata a sus alumnos. Henry está tan vacío como su piso, pero creemos que más allá de mostrar una vida decadente –que también, porque sigue buscando la respuesta–, muestra una vida austera en el sentido de apegado a lo fundamental. No le interesa el sexo, el respeto sin más, las relaciones vacuas, ni nada material; es como si Henry buscase algo de lo real que dé respuesta al anhelo de significado y de plenitud que alberga en su corazón. Sólo con esta luz puede mirarse la relación con la joven prostituta a la que sacará de la calle, acogiéndola en su casa, perdonándola, curándola y queriéndola, de una forma casi paternal. Es como si Henry apostase sin mesura por el bien y las personas, como entendiendo que dimitir de esa posibilidad que se antoja aún como hipótesis, es en efecto el suicidio. Recuerda a la frase de Kafka: “Aunque la salvación no llegue, quiero ser digno de ella en todo momento”. En un momento dado Henry parece definirse a sí mismo cuando dice: “El corazón de un niño puede alumbrar muchos lugares oscuros –la verdad que reside en el corazón de cada uno, esa humanidad buena que vemos en él– ¿pero cómo puede entender el preciso instante de su propia indiferencia? –¿qué hay en la realidad que salve ese deseo?–”.

Otra de las paradojas que deja caer la película está en la sexualidad y el afecto. No deja de ser curioso cómo entre profesores y alumnos existe una distancia aparente y muchas veces forzada que impide una relación verdadera entre ellos, es decir, una transmisión real de lo que es cada uno. Ello se ve con claridad en cómo en una sociedad hipersexualizada, cualquier contacto del profesor está bajo el estigma social de la pederastia o el abuso, quedando bajo sospecha de inicio. Por un lado la sociedad tiende a sexualizar a los chavales, pero a la vez en la educación pretende buscarse una pureza autoimpuesta para preservarles, llegando a la extraña conclusión de que luego los chicos son incapaces de entender bien su cuerpo y sexualidad porque nadie les enseña verdaderamente a ser personas. Baste ver la forma en cómo Henry trata y toca a la prostituta, que a priori causa escándalo, mientras que deviene a la postre la forma más realista en que establecen una amistad verdadera. Es el contacto humano entendido como bien del otro y posibilidad de relación verdadera.


Contrasta el personaje de Henry con los demás profesores. El profesor Charles Seaboldt (James Caan) es un viejo verde que soporta el ir a clase gracias a sus “pastillitas de la felicidad”, un hombre que se mantiene sorprendentemente cuerdo a base de antidepresivos, pero que sin ellos “probablemente sería un asesino en serie o ayudaría a los padres a tirar a sus hijos por la ventana”. De hecho, bastaría con escuchar la grabación del profesor muerto a cuyo funeral asisten, para tener un listado completo de todo lo que funciona mal y lleva a ese infierno. La psicóloga del colegio, Doris Parker (Lucy Liu), es otro personaje superado por las circunstancias, que ve cómo los alumnos constantemente tiran sus vidas por el acantilado de la nada y asiste impotente al triunfo de la mediocridad. Perderá los papeles y se mostrará incapaz de mirar a los alumnos a la cara, algo en lo que sin duda, muchos podríamos vernos reflejados. Algo de luz advertimos en Sarah, que gracias a su verdadera vocación de profesora vemos cómo logra iluminar el rostro de uno de sus alumnos al aprender matemáticas tras la dedicación especial de su maestra.

La película tiene cantidad de matices que darían pie a mucha apreciación y debate pero iremos terminando con lo que nos parece fundamental. La película plantea un comienzo de solución con su final. Por un lado tenemos el suicidio de Meredith (Betty Kaye) que parece oscurecerlo todo. Meredith es una alumna que está apasionada por las clases de Henry y que vive bajo el yugo de su padre –al que por cierto nunca se ve, sólo se le oye; signo claro de la ausencia de paternidad aun estando presente– y las pretensiones de éste sobre ella. De una forma parecida a El club de los poetas muertos, Meredith decidirá quitarse la vida al no ver nada que satisfaga su ser, al entender la realidad como un caos en el que no podrá ser ella misma. Es una alumna fascinada por el arte, pero ni en el arte consigue expresarse bien, pues no se acepta a sí misma. Las causas son varias, el desprecio de su padre, la presión social, su obesidad, etc. De alguna forma malentiende lo que Henry suscita en ella y decide poner un remedio definitivo a ese problema temporal.


Tras este duro acontecimiento que Henry vive en primera persona, sin embargo, decidirá quedarse finalmente en el instituto. Ya no es el profesor que evita forjar lazos verdaderos con sus alumnos, aquél que bajo la excusa de enseñar, cambia siempre de lugar para no asentar nada sólido. Henry cambia en la relación con la prostituta. Nace una complicidad y un amor sincero entre ambos, alejado de la mera instintividad sexual, que hace renacer sus corazones; torna la vida una promesa más real. Más real porque hay un bien presente que se puede mirar. El profesor nos enseña que para educar hace falta ser hombre, preservar la humanidad y ponerla en juego; y que hay que ser valiente, porque por tétrico que parezca el escenario (como se deja ver al final con la alegoría del instituto decadente bajo el recital de La caída de la casa de Usher, como si fuera el cuerpo mismo de la educación que está feneciendo), hay un punto por donde siempre se puede recomenzar. Aunque no lo parezca, el corazón del hombre está bien hecho, ahí reside el criterio y la realidad es positiva, en ella está la respuesta.

Marc Massó

lunes, 8 de abril de 2013

El club de los poetas muertos




En 1989 Peter Weir (El Show de Truman, Master and Commander) dirigió esta película que ha sido alabada y denostada dependiendo de la interpretación que se ha hecho de lo que se nos quiere transmitir. Nominada a varios Oscar (Película, Director, Actor…), finalmente sólo consiguió el de mejor guión original, quedándose Robin Williams sin su estatuilla. Junto a él, un grupo de jóvenes actores entre los que destacamos a Robert Sean Leonard (Swing kids, House) y sobretodo a Ethan Hawke (Viven, Training Day), sin duda, el personaje más interesante de la película.

Welton es una escuela privada de Nueva Inglaterra con 100 años de historia y reconocida como la mejor del país. Sus alumnos son en su mayoría los hijos de las familias más adineradas que buscan prepararse para entrar en las mejores universidades y estudiar lo mismo que sus padres. Nada más comenzar la película, se nos muestra en la ceremonia de inicio del curso escolar cuáles son los principios que sustentan esta institución: tradición, honor, disciplina y grandeza. El error vendrá, a nuestro juicio, cuando se confunda grandeza con elitismo, disciplina con autoritarismo o uniformidad, honor con éxito y tradición con inmovilismo. Sus cuatro pilares son buenos en la medida en la que ayuden al joven a introducirse en la realidad y en tanto que sean el vehículo para generar hombres libres, pero si se convierten en una forma de servilismo al poder (en este caso de los padres) y se hace de ellos metas y no medios, se pierde de vista el sentido auténtico de la educación, que no es hacer de los alumnos sujetos disciplinados, sino hombres que entiendan el valor de la disciplina, de la grandeza, del honor o de la tradición.

Si el fin de Welton es que sus alumnos vayan a Harvard, Yale o Princeton está claro que lo consigue, pero debe haber algo más, y eso es lo que irán descubriendo algunos alumnos. John Keating (Robin Williams) es un antiguo alumno de Welton que tras una estancia en Inglaterra vuelve para dar clases de literatura en sustitución del anterior profesor ya jubilado. Su forma de enseñar y de tratar a sus alumnos rompe con el estilo del colegio y se sale de lo establecido. En su primer día, saca a sus alumnos del aula y les lleva a contemplar unas fotografías de antiguos alumnos ya fallecidos. Mientras leen a Horacio, les apremia a aprovechar el momento dado que “la misma flor que hoy admiráis mañana estará muerta”. También les hace romper la introducción de su libro de texto en la que se explica cómo medir la belleza de un poema con unos ejes de coordenadas, patente ejemplo de un racionalismo radical. Keating busca que sus alumnos se conviertan en hombres libres y tiene una confianza absoluta en su corazón, entendiendo que ellos, mejor que nadie serán capaces de descubrir aquello que les cumpla del abanico de posibilidades que la realidad ofrece. Cree que ese es el fin de la educación, el problema es a dónde orientamos esa libertad.


Después de realizar un ejercicio con los alumnos para hablarles del peligro de la conformidad y de la importancia de mantener sus convicciones frente al mundo aunque el mundo opine lo contrario, el director de Welton y Keating mantienen este diálogo:
Director: “Nuestro sistema ya está establecido y demostrado, funciona. Si usted lo pone en duda hará que ellos también duden”.
Keating: “Creía que el fin de la educación era enseñar a pensar por uno mismo”
Director: “¿A la edad de esos chicos? Nada de eso, tradición John. Disciplina. Prepáreles para la universidad y lo demás llegará por sí solo”.
Vemos, tal y como apuntábamos al inicio, una reducción del sentido pleno de la tradición o la disciplina, que son puestas al servicio de un sistema que busca simplemente generar universitarios.


Si hay un autor que sobresale de entre los que se citan durante las clases del profesor Keating es Walt Whitman, y no es casual. Whitman además de un gran escritor y poeta era alguien que se afirmaba a sí mismo, de hecho, uno de sus poemas se titula “Canto a mí mismo” y comienza diciendo: “Me celebro y me canto a mí mismo”. La interpretación que puede hacerse de lo que enseña Keating es que busca destruir la tradición y el resto de valores para colocar en su sitio hombres que en su obrar, en la toma de sus decisiones, no recurran a ningún criterio externo a ellos para valorarlos, que ellos sean los que establezcan lo que es bueno o malo, lo que deben o no deben hacer. Ciertamente esta es una forma de actuar que alguno de sus alumnos adopta, como Dalton que decide actuar por su cuenta y publicar un escrito en contra del colegio, pero ante este hecho es Keating quien le recuerda que no todo vale y que lo que ha hecho es una estupidez. Es decir, no necesariamente les está llevando a un vacuo relativismo, aunque de alguna forma queda poco claro en la película.

Vemos en Keating el paradigma de la autoridad bien entendida, en contraposición a la autoridad “poderosa” que viene impuesta. Keating es autoridad para los muchachos porque por un lado les da un método para juzgar cuanto acontece, les enseña a poner en juego el criterio del corazón frente a la realidad; es decir, a medir su deseo de bien, justicia, verdad y felicidad frente a lo que la realidad propone. Por otro lado, éstos pueden hacer la misma experiencia de autenticidad que ven en él. Por ello muchos le seguirán, le preguntarán por qué vive así y decidirán “resucitar” la asociación de la que el señor Keating formaba parte cuando estudiaba, llamada El club de los poetas muertos. La única finalidad de la asociación era vivir intensamente lo real, huir de lo vano para encontrar lo verdadero, leer poesía, discutir sobre los mejores autores y poner en común con los amigos los propios deseos y esperanzas. No obstante, como decíamos, se antoja incompleto, pues en la medida que educar es introducir en lo real, acompañar (viene del latín educere que significa conducir); la asociación está coja pues está formada para y por los chicos, es autoreferencial y no siguen ninguna propuesta concreta que les ayude a madurar ese deseo que están descubriendo.


Además del profesor Keating, hay dos personajes que sobresalen y reclaman nuestra atención. Uno es Neil (Robert Sean Leonard), un alumno brillante tanto en lo académico como en actividades extraacadémicas, pero que vive aplastado por la presión a la que le somete su padre, quien constantemente le recuerda que está haciendo un esfuerzo muy grande para que pueda estudiar en Welton; que le está dando oportunidades que él nunca tuvo y que por ello debe hacer lo que él diga. La voluntad de su padre es que estudie medicina en Harvard, algo que evidentemente en sí mismo no es nada malo. No es que el padre quiera algo malo para su hijo, pero no tiene en cuenta dos factores fundamentales: la libertad y el deseo de su hijo. Sin tener en cuenta estos factores, algo tan bueno como el estudiar una carrera en la que probablemente sea la mejor universidad del mundo se convierte de inmediato en un mal. El padre de Neil no está abierto a que la felicidad de su hijo no dependa de lo que él ha previsto, no tiene en cuenta la gratuidad que debe acompañar a cada gesto, y por ello entiende que el esfuerzo que hace para que su hijo tenga buenas oportunidades académicas debe ser recompensado en la forma que él ha previsto. No hay una gratuidad que nace de un amor por la persona concreta de su hijo, sino que hay una economía última basada en la propia imagen de lo que la realidad debería ser y lo que el propio esfuerzo permite. Neil es probablemente el primero en fascinarse con lo que Keating les propone, en sus clases descubre un ámbito de libertad que hasta ahora le era desconocido, un modo de gustar lo real que no habría imaginado bajo el yugo del acatamiento acrítico de las normas, y en su trato con el profesor puede ser más él mismo de lo que lo ha sido con sus padres.


El otro personaje que nos interesa es Todd Anderson (Ethan Hawke), un chico extremadamente tímido que llega nuevo al colegio. Todd vive a la sombra de su hermano mayor que fue uno de los alumnos más brillantes de Welton nada más llegar el director le dice que su hermano le puso el listón muy alto. Los padres de Todd son casi inexistentes, tampoco le tienen en cuenta. De nuevo estamos ante unos padres que han decidido el futuro de su hijo de antemano. Todd es, probablemente, el alumno que hace un auténtico recorrido de crecimiento durante la película, pasa de no tener voz a ser el primero en levantarse para despedir a Keating. Es a través de las clases del profesor y de la exigencia de este para con él, como Todd consigue vencer su miedo a hablar en público, deja de considerar que no tienen nada importante que decirle al mundo. Vivir a la sombra de su hermano mayor y con unos padres que no escuchan lo que él tiene que decir, le ha hecho adoptar una posición de espectador ante la vida, siempre observando pero nunca siendo auténtico protagonista. Son las clases de literatura y su amistad con Neil lo que posibilita un cambio en él. Por primera vez alguien le mira sin exigirle que sea como su hermano mayor, sino que es acompañado para encontrar su voz y darla a conocer al mundo.

No son solamente los alumnos los que descubren una novedad en Keating. El profesor de latín que en un primer momento le critica a su compañero la forma que tiene de dar clase y lo que explica, termina paseando con sus alumnos por el patio para enseñarles, es decir, introduciéndolos en la realidad desde lo concreto. Vemos cómo sus diferencias no impiden que entre ellos nazca una verdadera amistad, ya que ninguno de los dos está ideologizado, sino abierto a confrontar su vida con el otro, única forma de ser amigos de verdad.


Durante la película vemos como Neil descubre una pasión por el teatro, y decide actuar en una obra sin decírselo a su padre, quien al descubrirlo le prohíbe participar en la representación teatral. Ante esta negativa, Neil habla con Keating y éste le dice que debe contarle a su padre lo mismo que le ha dicho a él. Para Neil el teatro se ha convertido en el ideal, en aquello a lo que dirige su vida, y entiende que conseguirlo justifica cualquier medio (mentirle a su padre y a su profesor). Una vez que ese ideal le es vetado, cuando ve que no podrá seguir actuando, decide que su vida ya no tiene sentido porque para él lo que le daba sentido era actuar. Vemos aquí un punto de debate, que probablemente deba quedar abierto, porque es prácticamente imposible adentrarse en las circunstancias concretas y toda la historia previa de cada personaje. Podría decirse no obstante, que la educación de Keating es incompleta, o cuando menos, así queda en la película –bien porque no le dejan, bien por las circunstancias-. Pero resulta claro que despertar el deseo de infinito en los chavales no basta, porque si la circunstancia concreta se muestra contraria a ese deseo, como se ve, la consecuencia sería el suicidio. No decimos que sea mejor dejar a los chavales como estaban, sino que el deseo del corazón debe encontrar resonancia en lo real de forma auténtica (no sólo aquella parte de lo real que coincide con el deseo).

Falta un punto totalizante, un hilo que una todo en la realidad, pues ¿qué permite seguir afirmando la vida aun cuando la relación con tu padre te impide ser tú mismo? Lo amable es fácil de querer, pero ¿qué permite mirar con ternura lo injusto, lo horrendo? ¿Qué permite el perdón y el amor sin condiciones?


Son estas preguntas fundamentales las que quedan abiertas tras ver la película. Mezcladas con la angustia por la muerte, de la mano de la rabia por la injusticia a la par que con una paradójica sensación de liberación al ver a los chicos comportarse como sujetos libres. Hay verdad en lo que el profesor Keating les muestra a los chavales, pero la verdad es incluso más amplia que el propio deseo. Debe ser total, debe ser capaz de abrazar toda la realidad, incluido un padre inflexible o un joven timorato. Algo que dé sentido a la vida en su totalidad, al momento presente –ese carpe diem-, que no sea una mera huida de lo establecido, sino una relación verdadera con todo. Hay, de alguna forma, la tentación de reducir maniqueamente la película a la disyuntiva entre la férrea norma mala y el pensamiento libre y desligado bueno. Ni un extremo, ni el otro. Pues un deseo, por verdadero que sea, si no permite gustar más lo real, afirmar más la vida como un bien, deviene falaz. Es el paradigma del romántico, que cegado por lo puro y brillante de su idea –lo cual confunde con verdadero e inmutable- se desapega de lo real, hasta el punto que la realidad deja de ser amable por constante contraposición con lo ideado y deja de ser el lugar donde el propio ánimo y lo que lo cumple se encuentran, dando espacio al terreno de batalla donde la idea intenta ahormar cuanto acontece según su preforma.

Ante la muerte de Neil, sus padres reclaman una investigación al colegio y quieren que les presenten un culpable, de modo que no deban cuestionarse si su forma de educar a su hijo, su forma de tratarle y de no contar con su libertad han podido influir en su suicidio. Otra vez no quieren conocer la verdad, del mismo modo que nunca quisieron conocer realmente quién era y qué quería su hijo. La respuesta del colegio es igual a la de los padres: quieren a alguien que cargue con la culpa para que de esta forma no tengan que cuestionarse su tan perfecto sistema. De esta manera, el poder señala a Keating como responsable arguyendo que su forma de enseñar confundió de tal modo a Neil que le llevó a quitarse la vida. Para sostener esta argumentación obligan a los alumnos, que junto con Neil formaban parte de El club de los poetas muertos, a que firmen una declaración en la que sostienen esta mentira.


Es trágico ver cómo los padres de Todd están más interesados en que su hijo no sea expulsado que en conocer la verdad de las cosas, esa es la educación que le dan. A pesar de todo, el corazón del hombre está bien hecho, y uno no puede vivir en la mentira sino haciendo un gran esfuerzo por negarse a sí mismo. Por ello, cuando Keating entra en clase para recoger sus cosas, al mirarle a los ojos, Todd no soporta el haber firmado la declaración que condena a un hombre inocente, su forma de disculparse y mostrar su gratitud a aquel profesor que le ha ayudado a descubrir que tiene voz y que es alguien es subirse a la mesa y gritar “Oh Capitán, mi Capitán!”, tal como el profesor les enseñó en los primeros días. Algunos alumnos le siguen, otros se mantienen sentados sin siquiera levantar la mirada, tratando de negar con su actitud lo que allí está sucediendo: unos jóvenes se han descubierto hombres libres y sienten que unos versos de Tennyson vibran en sus corazones diciéndoles "Venid amigos, No es tarde para buscar un mundo nuevo, pues sueño con navegar más allá del crepúsculo y, aunque ya no tengamos la fuerza que antaño movió cielos y tierra, somos lo que somos: un mismo temple de corazones heroicos debilitados por el tiempo, pero voluntariosos para luchar, buscar y encontrar y no rendirse".

                                                                                                                  Alberto Ribes

sábado, 6 de abril de 2013

El bosque


Para hacer correctamente esta crítica hay que cargarla de spoilers, así que absténgase de leerla todo aquél que no haya visto aún El bosque. M. Shyamalan, autor entre otros títulos de “El sexto sentido”, “Señales” o “El protegido”, ofrece una atrevida propuesta tanto de las relaciones humanas como de la dinámica del poder y la política en la sociedad. Quien haya visto otras películas del director, se habrá percatado ya, que más allá de los usuales giros argumentales que hacen de sus películas productos siempre sorprendentes, Shyamalan ofrece en el transcurso de los diálogos y los acontecimientos una particular visión con un mensaje implícito más allá, muchas veces, de la coherencia del argumento.

Sólo así se explica que en títulos como “Señales” obvie factores de lógica aplastante, como que seres supuestamente más inteligentes invadan un planeta lleno de agua a la que son alérgicos -¡por favor!-, para centrarse en la dimensión moral y existencial que los sucesos plantean a los personajes –riquísimos diálogos entre Mel Gibson y Joaquín Phoenix-. En la misma línea, no es de extrañar que para que dé sus frutos, cuente en sus repartos con actores de reconocida reputación, en este caso: Joaquin Phoenix (Lucius Hunt), Bryce Dallas Howard (Ivy Walker), William Hurt (Edward Walker), Adrien Brody (Noah Percy) o Sigourney Weaver (Alice Hunt) entre otros.

El bosque cuenta la vida de una comunidad ubicada en un valle de Filadelfia que vive al estilo de las sociedades de principios del siglo pasado. Esta pequeña comunidad vive atenazada por el miedo a unas extrañas criaturas que habitan el bosque que rodea la aldea y con las que hay un particular pacto: mientras nadie se adentre en el bosque ni utilice el color rojo –que supuestamente las atrae, y que tradicionalmente simboliza la guerra (Marte), la agresividad, la sangre–, éstas no entrarán en la aldea ni matarán a nadie. Por lo demás, la vida se desarrolla con normalidad, con un gran sentido de responsabilidad y observación de las normas, así como de obediencia a la autoridad que viene personificada por el Consejo. Éste está formado por los mayores que gobiernan y fundaron el pueblo. Curiosamente, el color de la comunidad, que supuestamente es neutro e implica paz es el amarillo, que en inglés también designa “cobarde”.
Sin embargo, Shyamalan comienza la película sin andarse con rodeos, introduciendo uno de los factores decisivos del film: el dolor. En este caso frente a la muerte de un chico de siete años al que están dando sepultura. Hay ya aquí un dato significativo y es que el padre lo está llorando sólo, mientras la comunidad entera está presente, pero diríase que ausente, pues se encuentra a diez metros tras una valla. Un concepto muy actual, donde la no respuesta frente al significado del dolor hace que éste caiga en un vacío existencial pretendidamente neutral, pero que se demuestra a la postre fatal. Lucius Hunt, profundamente provocado por este suceso, decide pedir permiso al Consejo para poder cruzar el bosque a buscar medicinas, tratando de evitar que eso vuelva a suceder. Lucius es uno de los personajes centrales de la historia, pues es el único que afronta sus exigencias como hombre de una forma distinta a los demás.

Mientras que la comunidad en general se contenta con la aceptación de las reglas impuestas sin dar espacio al desafío que la realidad siempre presenta –por ejemplo con la muerte de un ser querido–, él no se conforma y no elimina o reduce su deseo; quiere ver qué hay más allá del bosque, por qué hay que contentarse con una vida mediocre cuando las exigencias apuntan a que la muerte no puede ser definitiva, a que el dolor debe tener un remedio o un significado. Es claro el momento en que habla con la que será su novia, Ivy, que es ciega, y le dice:
- ¿No te da rabia no poder ver? –a lo que ella le contesta:
- Sí que veo, pero de una forma distinta a los demás.
Se ven aquí, aunque cierto es que la película no los resuelve del todo, dos puntos de interés. Por un lado el deseo irreductible de Lucius, que no se contenta con seguir una norma que no responde plenamente al dolor y quiere ver más allá del bosque, ver si la realidad está a la altura de sus exigencias. Por otra, la visión de Ivy, que por decirlo con palabras de Antoine de Saint Exupéry “Sólo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”. Es decir, el bosque como barrera, no es más que una alegoría para hacer ver que el deseo humano está hecho para ir siempre “más allá”, pero lejos de absolutizarlo en una búsqueda topográfica del tipo “hay un lugar mejor”, Ivy le recuerda que lo esencial está ya en la realidad misma, tal cual se presenta. 

En otro plano se podría situar también el discurso político de cómo el poder intenta imponerse al ciudadano, debiendo ser éste gobernado por su propio bien. Con un estilo rousseauniano, la comunidad parece un colectivo de “buenos salvajes” que no se han contaminado con la sociedad que corrompe y son por ende, criaturas inocentes y buenas que se comportan según el bien común. Esto es claramente una utopía de trasfondo moralista –pretensión de que seguir unas reglas es suficiente para el ánimo humano–, si bien cargada de las mejores intenciones, esto es, evitar el mal. 
Es decir, la cuestión central y el drama del poder, no es tanto el acotamiento del mal o la organización perfecta, sino si ese mal y la imperfección humana tienen un significado, si hay algo más que no lo reduzca todo a eso. Por tanto el buen gobierno debiera obedecer a la facilitación de un espacio donde el hombre pueda devenir verdaderamente libre y formado para juzgar por sí mismo; más que solapar a lo real un escenario preconcebido con una visión siempre parcial. Pues como se ve en el personaje de Noah, el mal –aún sin ser malicia, porque no está claro que pueda usar completamente y en todas sus facultades su libertad debido a la enfermedad– y el dolor, son parte indisociable de lo real y de lo humano. Es más, sin mal no existiría libertad –opción a elegir– y sin dolor, nada valdría la pena, nada importaría.

Se ve no obstante, el carácter totalmente ideológico, esto es, alejado de la realidad; en que el poder siempre tiene que eliminar algo, siempre hay un punto de oscuridad que o se acepta acríticamente o rompe el “orden”. Así el poder tendrá que relegar el dolor que la vida conlleva como algo incomprensible y sujeto a sumisión, además de cortar con el pasado y delimitar la realidad a lo medible, lo que alcanza al control, es decir, la aldea. Huelga decir, que el instrumento para ello como tantas veces, es el miedo. Hay que inventarse una farsa, porque el pensamiento último es que la realidad está mal hecha. Por tanto, quien detenta el poder –por democrático que el Consejo sea– se hace a sí mismo un semi-dios, juzga lo que es bueno y lo que es malo, lo que debe eliminarse o conservarse.
¿Qué vence entonces el miedo? ¿Qué le permite al hombre ser libre? La historia apunta en la dirección adecuada. Primero una no censura de la exigencia de bien, justicia, verdad y belleza que lleva todo hombre dentro, en este caso, encarnado en Lucius. En segundo lugar, la experiencia de una correspondencia a este deseo de infinito, que se encarna de forma más patente en Ivy. Ya que sin la experiencia de la posibilidad o como mínimo la hipótesis de cumplimiento, las exigencias pueden tornarse en lo contrario, desesperación y huída. La experiencia de su amor por Lucius, de un amor que traspasa lo mundano, que mira más allá de la muerte –“si él muere desaparece todo lo que para mí es vida”–, le hace vencer el miedo, conocer mejor la realidad en tanto que se adentra en ella –descubre la farsa– y ponerse en movimiento: siendo ciega es la única que será capaz de atravesar el bosque para encontrar medicinas.

Es la luz del amor la que vence el miedo, la que vence las tinieblas del pecado, la herida del mal. Citando a Juan Luís Caviaro: “El amor es la luz que identifica, dignifica y da sentido al ser humano; es aquéllo por lo que merece la pena vivir y morir. Los monstruos (los reales y los simbólicos) viven entre tinieblas, incompletos y violentos, inseguros y autodestructivos; ineficaces y realmente ciegos ante esa luz única.”(1) Sin embargo, el razonamiento hasta aquí levanta alguna sospecha, falta algo, parece que nos quedemos en un romanticismo tergiversado con simple final feliz. Si afirmamos que la película es incompleta es por la pregunta obligada: ¿qué pasa si Lucius muere a pesar del intento de su novia? ¿Cuál es ese amor que da sentido al vivir y que traspasa la muerte, del cual el amor humano es signo?

1) http://www.blogdecine.com/criticas/criticas-a-la-carta-el-bosque-the-village
Marc Massó

viernes, 5 de abril de 2013

Gran Torino

Con esta película finalizamos el ciclo sobre Clint Eastwood, con el cual hemos intentado profundizar en la búsqueda de lo humano y la trascendencia a través de la cámara del director. Podría decirse que esta película es casi un autohomenaje de director y personaje. De hecho, la confección de la película es simple. No hay grandes nombres actuando, no hay escenarios ampliamente confeccionados, la ejecución es a la par sencilla y directa. Parecería que Eastwood está más bien narrándonos una historia convencional, que está transmitiendo su propia persona a través del film; sus preocupaciones, sus miedos, su mala leche, su postura de tipo duro, su necesidad de significado, la pregunta sobre la muerte en el ocaso de la vida. La película está hecha para el personaje que es Eastwood, con diálogos duros, directos y desternillantes; a la vez que con un mensaje que este director ha madurado durante su trayectoria. Con una hipótesis que lanza como aquel que, en tentativa, transmite a través del cine el significado de la propia vida. Eastwood nos parece un hombre serio, no sólo por su mayor o menor genialidad en la percepción de lo real, sino por la cualidad de haber afrontado mediante la vocación, esto es el cine, el sentido de la propia existencia. Por haber aunado su pasión con la seriedad del deseo humano que cada uno llevamos dentro.

Gran Torino nos habla de Walt Kowalsky (Clint Eastwood), un veterano de guerra que vive ya retirado y que acaba de perder a su mujer. La película comienza con la temática del óbito, primer punto de dialéctica, primera provocación sobre la densidad de la pregunta, la amargura del sentimiento de pérdida y el contraste con la banalidad del ambiente. En efecto, parafraseando al poeta R. M. Rilke, todo conspira para que el deseo calle, la gente va al funeral sólo para hablar de lugares comunes y con ceremoniosa parsimonia heredada de una tradición desligada de su sentido. Sólo las palabras del párroco parecen centrar un poco la atención para salir del adormecimiento. La familia se muestra una vez más decepcionante, un paradójico cúmulo de individuos gregarios –solos, aun estando juntos, idiotas en el sentido etimológico griego, es decir, ocupados sólo de lo propio–.

Eastwood nos abre ya la puerta a algunos de los temas más actuales que le (nos) afectan. Cómo la ausencia del padre, entendido como alguien con autoridad, un referente que permita entrar en lo real de forma adecuada, genera individuos superfluos. Cómo la familia, antiguo garante de esa base de la sociedad, está ahora desmantelada y ha acabado siendo un lugar formal más de vacuidad. El viejo barrio se cae a trozos, una época, una tradición, una forma de ver la vida están asistiendo a su propio velatorio; diríase que en lenta agonía, mientras que por otro lado, una nueva vida, desconocida y extraña, está ocupando su lugar. Uno no sabe cómo, pero ha acabado viviendo en un barrio que ya no es el suyo. La carcoma del relativismo hace mella y todo aquello que se daba por descontado parece fenecer ante la impasible e impotente mirada de los hombres. Este cambio de época viene de la mano de los inmigrantes asiáticos que están poblando la zona y que han hecho del barrio un sitio un tanto más inseguro y diverso. Algo que está en consonancia con Sin perdón, con la que hay múltiples puntos de conexión (nótese que en esta película también el protagonista es un viudo que soporta la culpa de sus pecados de juventud en la guerra), en la que la llegada del ferrocarril y la caída de los mitos de los grandes vaqueros marcan el final de una época. Parece que lo único que le quede por hacer a Walt sea morir intentando cabrearse lo menos posible. Una perspectiva de vida a todas luces funesta; pero como en la vida misma, con la sencillez de lo cotidiano, Eastwood nos empieza a narrar el renacimiento de una persona en sus últimos momentos de vida.

Thao (Bee Vang), su vecino de al lado, es un joven taciturno y bobalicón, que acobardado por su primo, líder de una de las bandas violentas que intentan hacerse con el barrio, intenta robarle el Gran Torino al señor Kowalsky. Walt frustrará su intento de hurto y ello llevará a un enfrentamiento con la banda criminal a la vez que a un primer acercamiento con sus vecinos. La familia de Thao, avergonzada y según sus contumbres hmong, deciden pedirle perdón a Walt obligando a Thao a trabajar para él. Sue (Anhey Her), la hermana de Thao, se ve también en apuros con otra banda y será Walt quien la ayude, circunstancia que será el inicio de su amistad. Estos peculiares acontecimientos harán permear en la vida de Walt lo impensable, lo imprevisto, empezando a entrar en relación con éstos y viendo contra su prejuicio, que tiene más cosas en común con ellos que con sus propios hijos. En sus propias palabras: “¡Hay que joderse!”. Como vemos no es tanto un alto sentido del deber moral o una genialidad particular de Walt lo que posibilita el cambio, sino algo tan sencillo como abrirse a lo real, acoger lo que tiene delante bajo una hipótesis de positividad.

Paralelamente Walt guardará relación también con otro “tocapelotas” no deseado por él: el padre Janovich (Christopher Carley). El sacerdote, preocupado por cada oveja de su rebaño, irrumpirá repetidamente en la vida de Walt para que éste recobre la fe, dando cumplimiento a la promesa hecha a su fallecida mujer de que su marido se confesara antes de morir. Vemos aquí otro paso en el recorrido del director: la Iglesia ya no es inexistente, un apósito a lo real o una reliquia del pasado, sino que es una carne concreta, que se encuentra en la vida y con la que Walt deberá afrontar sus dudas sobre la muerte, su inquietud por el pecado y por la moral, cimiento de su persona. La relación con lo real y el propio deseo van pues, ligados a la percepción de una trascendencia y una hipótesis de cumplimiento. Algo que se vuelve a mostrar por la ausencia –que la hace paradójicamente presente– de su mujer (otra vez semejante a Sin perdón). El deseo de volverla a ver, de que su vida tiene sentido, no puede ir desligado de lo real, o dicho en otros términos: el deseo y la vida humanas deben encontrar cumplimiento hoy y ahora. Es de sumo interés ver la evolución de los diálogos de Walt y el párroco, cómo pasan de las ideas a la experiencia concreta, su densidad y cómo ello va permitiendo que Walt salga cada vez más de sí mismo y recobre el amor por su persona; pudiendo llegar a confesarse al final.

La historia transcurre bajo el acecho de la banda del primo de Thao que intentará por todos los medios integrarle entre los suyos rompiendo la unidad familiar. Otra vez se ve cómo los vínculos naturales de amor y de fraternidad (para con la familia o los vecinos del barrio) son constantemente atacados por el mal que basa su acción en relaciones de poder e imposición. Como los mismos de la banda reconocen, están juntos no por un amor a su persona, como un grupo que en su pertenencia facilita el cumplimiento de la vida; sino para protegerse de los demás, asumiendo un axioma bajo el cual la realidad es algo violento que hay que someter y de lo que defenderse. Es el arquetipo propio del individuo narcisista de trasfondo nihilista.

Al mismo tiempo Walt recobrará su paternidad con Thao al que formará y ayudará a ser él mismo, sanando así esa enfermedad que él mismo constata: su ausencia como padre con sus hijos. Lo animará a tener un oficio digno e incluso a sacarse novia. El contraste entre ambos tipos de relación es evidente. El clímax de la película llegará al final, cuando tras apalizar y violar a la hermana de Thao en venganza contra su familia, la banda deja claras sus intenciones. Será entonces cuando Walt deba tomar una decisión adulta en dos flancos distintos pero inseparables: por un lado el deseo de hacer justicia y preservar el bien luchando contra el mal. Por otro lado, cómo encaja eso con los principios morales de bien que son lo único que permitirá una verdadera paz y un verdadero perdón en Thao, que ahora mismo sólo quiere venganza. Usando esta vez una expresión de Juan Pablo II, empieza a intuirse aquí que el único freno al mal es la misericordia.

Nótese el origen etimológico del término, misere-cor-dare, es decir, dar el corazón a los miserables. Lejos de un buenismo activista, el mal sólo puede ser vencido tornando el corazón extraviado y mísero -falto de significado-; pero originalmente bueno del hombre, mediante un amor más grande que lo acoja y le permita recomenzar. Por ello, siguiendo con el difunto pontífice, no puede haber paz sin perdón, ni justicia sin verdad. Walt meditará largamente su decisión, se confesará, irá al barbero, dejará sus asuntos en orden y se hará un traje a medida. Es la postura de un hombre que muere con dignidad, que goza de lo real aun cuando lo más inmediato sería dejarse llevar por el instinto asesino, que es capaz de mirar más allá de sí mismo y razonar cuál es la postura más justa, viendo que, con todo, la realidad es buena, hay cosas que merece la pena preservar.

También la confesión de Walt es curiosa por ser doble. Por un lado confiesa al sacerdote sus pecados, especialmente los que conciernen a la vida con su mujer y su posición como ciudadano. De hecho, el espectador esperaría que Walt sacara a la luz los tormentos que lo acompañan desde la guerra, las personas a las que mató injustamente y el peso de ese dolor que no cesa. Sin embargo, esta confesión se la hará a Thao, casi al final de la película, para prevenirle de convertirse en un hombre cegado por el odio y actuar sin miramientos. Es como si su redención sobre sus pecados más oscuros llegara con su propio holocausto, convirtiéndose en chivo expiatorio, mientras que a la vez, preservando la vida de Thao del mal, obra el bien que todo sacrificio verdadero conlleva.

Así, tras encerrar a Thao en su sótano y confesarle que matar a un hombre no se olvida nunca y que no quiere eso para él, parte solo hacia la casa de la banda. Llegando allí él, que sabe que morirá más pronto que tarde debido a una enfermedad que le acaban de confirmar, dará la vida por su amigo. Recordando la frase evangélica de “no hay mejor amigo que el que da la vida por sus amigos”, Eastwood asumirá la figura del verdadero redentor, hará propio el paradigma cristológico y morirá cayendo en forma de cruz mientras la cámara se aleja en un contrapicado vertical, recordando la ascensión de un alma. Hay que fijarse aquí en cómo ha cambiado el director en contraposición con Sin perdón: la escena es deliberadamente opuesta al final de ésta, pues mientras en la primera el protagonista impone su ley matando a todos, esta vez es el justo el que se sacrifica frente al mal para preservar el bien. 
Walt muere en paz, deja que el mal se ahogue en sí mismo, pues por su propia dinámica es inservible frente al bien y la bondad. La banda acabará en la cárcel y sus amigos están a salvo. No sólo les ha protegido, sino que les ha dejado una lección impagable: cuando todo se desvanece sólo queda el amor, el mal nunca vence. Walt ha podido hacer este camino, cumplir su vida aún en la aparente derrota de la muerte, porque ha entendido que, en efecto, la muerte no es una derrota, no es un final; sino que es el culmen de una vida cumplida. Algo que no es un dogma abstracto, sino que él ha entendido a través de su experiencia. Ya puede reencontrarse con su mujer como un hombre que ha amado verdaderamente, hasta el extremo. Algo que ningún pecado previo puede manchar, pues ha sido redimido. Una vez más, el mundo, las historias de las personas, nuestros sentimientos y anhelos más hondos, nuestro deseo de justicia, bien y verdad sólo se entienden desde la perspectiva de un más allá. Eastwood es un director que trabajando no se ha desligado de su humanidad, algo que hace de sus películas un visionado obligado para todo amante de este arte.
Marc Massó