jueves, 27 de junio de 2013

El show de Truman


En 1998 Peter Weir (El club de los poetas muertos, Master and Commander) nos presentó su particular visión de un Gran Hermano. La película consiguió tres Globos de Oro a mejor actor de drama para Jim Carrey, mejor actor secundario para Ed Harris y mejor música. También tuvo tres nominaciones a los Oscar a mejor director, actor secundario y guión, aunque finalmente no se llevó ninguno de estos tres premios. La triunfadora de ese año fue Shakespeare in love frente a Salvar al soldado Ryan o la más que interesante La delgada línea roja del maestro Malick. También fue el año de Roberto Benigni y su extraordinaria fábula de La vida es bella.

Si algo se nos deja claro desde el principio de El show de Truman es que Peter Weir no quiere hacer trampas, es claro desde el inicio, no busca un final del tipo “vaya, era todo un sueño”. Los títulos de crédito del inicio de la película son los del programa  televisivo en el que Truman Burbank (Jim Carrey) es la estrella principal sin que él lo sepa. Su propio nombre es un juego de palabras que en inglés significa hombre verdadero (True Man). En medio de un mundo ficticio él es lo único real. El director del show es Christof (Ed Harris) –probablemente otro juego con la semejanza de la palabra a Cristo– que comienza la película explicando que nos aburren los actores que fingen emociones, en cambio Truman es real, no actúa, es él mismo y eso es lo que atrae, o como él mismo dice “no es siempre Shakespeare, pero es genuino, es una vida”. Siendo un bebé, Truman fue seleccionado entre varios candidatos para ser el protagonista de un novedoso programa televisivo, nadie le consultó (siendo tan pequeño no tenía conocimiento), pero decidieron lo que su vida debía ser: un entretenimiento para el mundo.


Evidentemente, esta decisión de decidir lo que la vida de otro debe ser, se nos presenta de una forma muy positiva. El propio Christof se siente un padre para Truman, le mira con aparente ternura y habla de cómo cuida de él. De hecho llega incluso a identificarse como el hacedor de ese mundo y su destino, un auténtico semidios. Truman vive en un enorme decorado construido únicamente para él, sus dimensiones son tan grandes que puede ser reconocido desde el espacio, igual que la Gran Muralla China. Sin necesidad de saber lo que Truman siente, esta breve introducción ya nos puede plantear algunas cuestiones realmente importantes. ¿Debe alguien decidir sobre la vida de otro? ¿Y si es para darle una vida en la que no le falte nada material? Una vez más el paraíso en la tierra sólo nos pide una cosa a cambio, nuestra libertad. Los argumentos de Christof para justificar el tener a Truman como una rata de laboratorio no resisten una pregunta: ¿es eso lo que Truman quiere?


Aparentemente la vida en Seahaven es perfecta, o como dice el “mejor” amigo de Truman, Marlon (Noah Emmerich) “nada es falso, sólo está controlado”. El problema es que el hecho de que esté todo controlado lo convierte todo de facto en falso. Toda la gente con la que Truman se cruza a diario desde su mujer hasta el vendedor de periódicos del quiosco son actores, están ahí para interpretar un papel y se relacionan con Truman actuando, fingiendo ser otras personas, no dan a conocer al otro su verdadero yo, lo cual imposibilita que una relación pueda ser tal. En palabras de Shakespeare sería como llevar a su último término su célebre frase donde tildaba al mundo de teatro y a los hombres de actores. En un caso así, todo será perfecto mientras nada se salga de lo establecido, o siendo más cinematográficos, mientras nada se salga del guión. Y veremos de nuevo con esta película que finalmente un imprevisto será lo que posibilitará el cambio en Truman.


Una mañana mientras sale para ir a trabajar, un foco del plató cae desde el techo del mismo para terminar estrellándose junto al sorprendido Truman. Inmediatamente la dirección del programa se pone en marcha para que este hecho no pueda hacer dudar al protagonista del show y nada más encender la radio de su coche escucha en las noticias que un avión que sobrevolaba la ciudad ha perdido una pieza. Problema resuelto, el engaño persiste. En otro momento intentando sintonizar la radio, Truman termina enlazando con las transmisiones que realizan los que controlan el programa y así escucha como alguien va explicando por donde él está pasando y advirtiendo a otros de que se preparen para entrar en escena. Sentado en su coche frente a su casa durante horas, Truman se da cuenta de que constantemente se suceden las mismas cosas, cada cierto tiempo pasan por delante las mismas personas o los mismos vehículos. Todo lo que ve le va diciendo que hay algo que se le escapa, no acaba de entender qué es pero empieza a entrever la posibilidad de que algo no sea real. Sin embargo sólo el intelecto, el raciocinio por sí solo no bastan para mover el ánimo humano. Como hemos dicho otras veces razón y afecto son inseparables.

El deseo de conocimiento está en todos los hombres, la realidad despierta con su constante inabarcabilidad y su belleza el deseo de infinito del hombre, el salir de sí mismo, ese más allá que llevan escritas todas las cosas como nos recuerda el poeta Montale –algo que ya vimos en El bosque–, no se puede hacer nada contra eso. O quizás sí. Conscientes de que la naturaleza humana no está hecha para conformarse con cualquier cosa y sabiendo que a pesar de que el mundo que han creado para Truman es en apariencia perfecto, los productores del programa saben que en algún momento querrá viajar, dado que tal era el sueño de niño de Truman. Así que deciden cortar por lo sano y le generan un trauma haciendo que su “padre” muera ahogado mientras van en barco juntos siendo él aún un niño. Para salir del pueblo debe utilizar el barco o cruzar un puente sobre el mar, así que por muchas ganas que tenga de irse, siempre se encontrará con ese recuerdo que le hará desistir. De nuevo, el poder debe violentar la naturaleza de las cosas para que nada se salga de lo que tiene previsto.


De este modo tenemos un pueblo seguro y limpio, en un entorno idílico, lleno de gente amable que te saluda cordialmente cada mañana, pero nada de esto le basta a Truman. Todo ha sido creado para él, pero aún así no consigue satisfacerle. ¿Por qué? Sencillamente porque nada es real, el hombre está hecho para la verdad y sólo en ella puede reposar y ser plenamente feliz. La única mirada verdadera que Truman ha encontrado es la de Lauren (Natascha McElhone) una chica que conoció estando en el instituto, de la cual se enamoró y le fue arrebatada cuando ella quiso explicarle que el mundo en el que vivía no era real. Desde ese día, Truman intentará reconstruir esa mirada, ese rostro, recortando revistas, y contempla en la soledad de su sótano ese collage que intenta recuperar la vida que esos ojos le prometieron. Es paradójica la alegoría de esos recortes que son incapaces de reconstruir la realidad que es ella respecto a ese mundo hecho también a base de “recortes” que es incapaz de estar a la altura del deseo de Truman.

Basta un instante de vida verdadera, una mirada que nos prometa el infinito que nuestro corazón desea para que el hombre se ponga en movimiento, no importa el tiempo ni los esfuerzos del poder por acallar ese grito de vida auténtica, una vez que ha entrado en nuestra vida todo nuestro obrar se dirigirá a poder recuperar ese momento. Por ello, Truman, estando atento a la realidad como ya hemos dicho, descubre que no es muy real, y teniendo en la retina su encuentro con Lauren, decidirá enfrentarse a los miedos que le han sido impuestos para ir en busca de esa chica. Para huir de Seahaven deberá utilizar un barco, y navegar sin saber a dónde ir, pero sabiendo que el horizonte es la promesa de una tierra nueva por descubrir. Al ver que Truman decide marcharse, Christof pone todo de su parte para evitarlo, llegando incluso a provocar una tormenta en el mar que a punto está de acabar con la vida de Truman, una vida que para él sólo tiene valor mientras esté bajo su control.


Finalmente Truman llega al límite del plató de televisión en el que ha vivido toda su vida, la seguridad que lo ha abrigado a diario durante años, y se abre una puerta a lo desconocido. Christof habla por primera vez a Truman, con una voz llena de falsa ternura le explica cómo le vio nacer o dar sus primeros pasos y recordarle que: “ahí fuera no hay más verdad que la que hay en el mundo que he creado para ti, las mismas mentiras, los mismos engaños, pero en mi mundo tú no tienes nada que temer”. Truman se despedirá con la ironía del hombre libre que ya no teme, saludando al plató como saluda siempre y dando a entender que los artífices del circo no conocen al Truman real, sino sólo al personaje, por ello hace lo que sería esperable: despedirse como parte del show. La última escena no es de menor interés y en absoluto parece estar puesta casualmente.


Ante tal catarsis y con un final casi épico, el comentario de dos telespectadores mientras cambian de canal es: ¿qué dan ahora? Es un dardo afilado lanzado a esa sociedad de masas que somos nosotros, los espectadores. Esos que no viven su vida, sino que ésta está virtualizada a través de una pantalla y lo que vemos y sentimos son las vidas de otros, más aún, falsas vidas. Espectadores ausentes de empatía que parecen no preguntarse por la justicia o la bondad de la vida a la cual se asoman en la pantalla, alienados hasta el punto de convertirse en habitantes de la ficción. Este es el desafío al que se enfrenta Truman, la seguridad de un mundo que no es real, o un mundo imperfecto y desconocido pero que alberga la posibilidad de cumplimiento de la promesa que una vez contempló en la mirada de una chica y que le ha acompañado desde entonces, una promesa que sólo puede cumplirse en una realidad que realmente sí está hecha para él porque es su propio corazón el que así lo revela.


Quizás sea ésta la mejor forma de concluir el ciclo, reparando en que la realidad siempre es positiva, porque aún cuando se presenta como aparente, como ficción, es ocasión para renovar el grito de verdad, de belleza, de sentido, que llevamos todos inscrito en nosotros. El criterio está en nosotros y ya nadie nos lo puede arrebatar. Ni una enfermedad, ni un montaje pueden sustituir la verdad de las cosas. Acaso el único peligro temible sea el propio, que desertemos en la búsqueda del otro, de aquello que da consistencia y sentido a nuestro estar en el mundo, conformándonos con la superficie de las cosas, que nunca colma, sólo adormece.

                                                                                                                             Alberto Ribes

viernes, 7 de junio de 2013

Origen

Con este auténtico blockbuster, que fue un éxito a escala mundial, Christopher Nolan volvía a cautivar al público en 2010. Tras su impactante Memento y habiendo conseguido amplio reconocimiento con su adaptación de Batman en El Caballero Oscuro, Nolan vuelve a hacer gala de una brillante dirección presentando una original idea que otra vez consigue interpelar al espectador a la vez que le hace partícipe de una magnífica historia. Origen es el nombre con el que se conoce un procedimiento mediante el cual un grupo de especialistas son capaces de incoar (Inception en inglés, del título original) una idea en el subconsciente de una persona para que ésta se desarrolle y acabe cambiando algún aspecto de su pensamiento y personalidad. Dom Cobb (Leonardo di Caprio) es un experto manipulador de sueños que se gana la vida mediante el espionaje industrial para grandes corporaciones descubriendo secretos fundamentales que alberga la gente en su interior. Gracias a una peculiar máquina, consigue administrar un sedante a su víctima llevándole al estado onírico, en el cual él, a su vez durmiéndose, podrá entrar y formar parte del mismo.

Así Dom creará y modificará los sueños de las personas introduciéndose en los mismos llegando a zonas de su subconsciente que albergan la información que él requiere. Ello a su vez permite que mediante ingeniosos engaños a la mente de las personas durante sus sueños Cobb sea capaz no sólo de saber qué piensan sino de conseguir algo que parece imposible: cambiar la mentalidad de uno sin que éste se dé cuenta. Como viene siendo habitual, Nolan introduce al espectador en la trama con un comienzo complejo en el que se empieza por el final, al que se volverá posteriormente para cerrar la película. Ello hace que se centre la atención desde el primer minuto. La línea entre lo real y lo ficticio es casi inapreciable desde el inicio, pues ciertamente, mientras soñamos, el cerebro crea la realidad y la percibe a la vez, como el mismo Cobb explica, de manera que no somos capaces de discernir si lo que ocurre es cierto o no. Ya vemos aquí un primer punto que nacía como pregunta también en A beautiful mind: ¿es realmente valiosa la realidad, tiene un hecho diferencial o depende de nuestra percepción? Es decir, si en esa película al profesor Nash nadie le hubiera logrado explicar su esquizofrenia, ¿su no-realidad tendría el mismo valor que si fuera real en tanto que así sería percibida por él? O tal como lo presenta Origen: ¿vale lo mismo la realidad soñada que la vivida?
Somos introducidos en la trama y la explicación de todo el proceso al estilo de las películas de ladrones, donde a la vez que se va fichando a los especialistas en cada materia se va desvelando el plan y su ejecución, así como la lógica del proceso. De este modo tendremos a una magnífica Ellen Page que ejecuta con solvencia su personaje de Ariadne, la arquitecta de los escenarios soñados, a Arthur (Joseph Gordon-Lewit) que destaca en su papel de compañero de Cobb como ladrón de sueños, Eames (Tom Hardy) que hará las veces de falsificador para engañar al subconsciente de Robert Fischer (Cillian Murphy) que será el heredero de la multinacional al que tendrán que hacer cambiar de parecer, Saito (Ken Watanabe) que será el cliente del trabajo a llevar a cabo y Yusuf (Dileep Rao) cuyo rol es el de alquimista, creador de un sedante que multiplica la actividad cerebral –a fin de ganar tiempo en el sueño, donde la línea temporal se dilata respecto a la real– a la vez que ofrece un estado de sueño profundo que permite alcanzar hasta tres niveles, es decir, un sueño dentro de otro sueño que a la vez forma parte de un sueño más. Ello permite engañar a la mente y completar Origen, pero entraña a su vez un gran peligro: mientras que la muerte en un sueño habitual implicaría despertarse, en ese nivel de sedación llevaría al limbo, es decir, un punto del subconsciente tan profundo que el sujeto perdería la capacidad de raciocinio, pues su mente quedaría atrapada en un espacio no real acabando en la locura.


Empezamos a entrever lo que propone Nolan: por muy verdadero que parezca un sueño, hay una realidad que se impone, aún cuando nosotros no la percibamos. Podríamos vivir del sueño, pero en realidad estaríamos locos. Es lo que le pasa a la mujer de Cobb, Mal (Marion Cotillard). A través de la historia vamos descubriendo que Cobb y Mal pasaron muchos años de su vida soñando y creando su propio mundo en sueños. Prolongaron tanto su estancia en el mundo onírico que Mal acabó apreciando más la realidad soñada que la vivida, en tanto que la primera era confeccionada y domeñada por ellos (como le pasa a los soñadores del subterráneo, su vida es el sueño). En una suerte de semidioses prometeicos, Cobb y Mal se erigen como constructores de su nuevo mundo y su nueva vida. No obstante, Cobb acabará acusando la insuficiencia del mundo soñado, pues en tanto que es confeccionado por uno mismo ha perdido el carácter imprevisible del cual el ser humano es espera. Esperamos que algo nos satisfaga el deseo del corazón, y es en la realidad donde descubrimos aquello que nos cumple sin haberlo previsto antes. Como dicen en su suicidio en el sueño: “Estás esperando un tren, un tren que te llevará lejos. Sabes dónde quieres que ese tren te lleve, pero no dónde te va a llevar”. Uno se enamora de su mujer sorprendiéndola en lo real sin haberla preconfeccionado antes, pero con una inusitada e impensable correspondencia al propio deseo que, bien mirado, no hace sino radicalizar el presentimiento de don del cual ella es signo. Igual que con la belleza ¿cómo es posible que algo que está fuera de mí me corresponda de tal modo?

Así, Cobb tratará de persuadir a su mujer de que deben volver al mundo real, de que no pueden soñar eternamente, pero ella ha caído presa ya de la ilusión. Es por ello que Cobb dará el paso que lo marcará durante toda su vida y que es el leitmotiv de la película: introducirá una idea en el subconsciente de su mujer para cambiar su mente. Usando Origen, Cobb inoculará, como si de un virus se tratase, la duda en la mente de su mujer (esto tiene unas consecuencias filosóficas que no son tratables aquí, pero sólo cabe reparar en la crisis de pensamiento de Occidente donde todo está en duda y cómo los llamados maestros de la sospecha, Marx, Nietszche y Freud han contribuido al relativismo en el que nos encontramos). Querrá que ella ponga en entredicho que la realidad sea en efecto real, pudiendo así entender que está soñando y que desee salir del sueño. Lo que no imagina es que esta idea se desarrollará y acabará marcando el pensamiento de su mujer, de tal modo que cuando despierten seguirá dudando de lo real, creyendo que es un sueño y que la única forma de escapar de él es el suicidio (morir para despertarse). Se suicidará implicando a su marido (para que él se suicide también), de modo que ella estará muerta y él deberá huir de los EEUU porque nadie cree que ella estuviera loca, pues todo parece indicar que es Cobb quien la asesinó.

Veamos aquí otros dos puntos de interés. Por un lado el amor romántico que determina la vida. Si tras ver A beautiful mind afirmábamos que sólo en la alteridad uno recupera su propia identidad, que somos hechos para amar y ser amados, Nolan nos presenta aquí, ciencia-ficción mediante, un bucle más del rizo: una realidad ficticia, pero compartida por esa presencia amorosa. Como todo lo bueno se puede corromper, Cobb y Mal corrompen su amor al alejarlo de lo real, al autoconfeccionarlo encerrándolo en sus estrechos seres. Si el ser humano es relación con el infinito –pues tal es el deseo que tiene sobre las cosas–, la relación amorosa debe ser una apertura a ello, no un encerrarse en el propio yo narcisista y el tú que no es sino un reclamo a uno mismo. Por ello, igual que Nash es salvado por un amor que le acoge sacándole de sí mismo, Cobb y su mujer se condenan al hacer lo contrario. De hecho, veremos como Cobb es un personaje sufriente, perturbado, es incapaz de discernir bien qué es real y qué no, por lo que está usando su tótem constantemente (Nota: el tótem es un objeto personal e intransferible que sirve a los creadores de sueños para saber si están o no soñando o bien en el sueño de otro, pues el objeto tiene una característica particular que sólo su portador conoce y que por tanto un ladrón de sueños no podría imaginar e introducir en el sueño, tal como un dado trucado o una peonza que no cae).
Así la película podría decirse que consiste no sólo en la introducción de la idea en la mente de Fischer (ésa es la excusa) sino también en la sanación de Cobb y su reconciliación con su pasado, que le permita volver a casa con sus hijos. Cobb deberá afrontar su sentimiento de culpa y el dolor por la pérdida de su mujer, debe dejarla ir, dejar de proyectarla en sus sueños y dejar de usar sus recuerdos en los mismos a fin de adherirse a una realidad que no lo es. Cobb conseguirá bajar al limbo donde reside el recuerdo de su mujer y entenderá que la proyección que él mismo se hace de ella en su mente es falsa, no es sino una apariencia, un reflejo incapaz de presentar la misma intensidad y verdad que su mujer era. Entiende que por muy bueno que sea lo imaginado nada puede sustituir ese factor misterioso que lo real entraña. Igual que Nash, acaba pudiendo valorar lo real por encima de lo que no lo es. No deja de ser interesante también el hecho de que es Cobb, al saltarse la libertad de su mujer introduciéndole Origen, quien la vuelve loca. Es decir, ese componente misterioso de lo real apenas mentado es aquello inapresable, inenarrable, que percibimos pero que no conseguimos abarcar, que es lo que nos hace ser quienes somos y que hace de lo real algo siempre más valioso que cualquier proyección. Sólo respetando la libertad de su mujer y facilitando que ella misma, usando el criterio de su corazón entendiera por qué la realidad es más veraz que el sueño, Cobb habría podido salvarla. Al saltarse eso, incluso con buena intención la matará.

La película es una obra maestra en efectos especiales (se llevó 4 Oscar) además de un prodigio de montaje y entretenimiento sin renunciar a una buena historia que permite cuando menos pensar, algo escaso demasiadas veces en nuestras carteleras. Algunos de sus críticos, objetan la ambigüedad de Nolan por el final y lo que ellos llaman trampas en el montaje para confundir al espectador. Creemos que tal visión es parcial y profundamente injusta, pues Nolan en nuestra opinión, lo que consigue es interpelar al espectador y ofrece sobradas pistas durante toda la película para que un correcto visionado lleve a una sola verdad. Así, el gran debate se generó alrededor de si la peonza cae o no al final, es decir, si Cobb sigue inmerso en un sueño en el que ahora ha asumido a sus hijos o ha vuelto a la realidad. La película no lo soluciona no porque sea ambigua, sino porque es suficientemente clara como para que el espectador no sea sólo un observador, sino que siendo protagonista entienda qué ha sucedido y se pueda posicionar sobre el final.
Nuestro pensamiento coincide con el que expresaba el director en una entrevista: “La cuestión no es si la peonza cae o no cae, sino que la clave está en por qué Cobb no la mira”. Hay ciertos detalles que ayudan a comprender ese final para los escépticos que quieren no sólo lo mostrable sino lo demostrable (Nolan no es tramposo) como que los niños no llevan exactamente la misma ropa o que ciertas circunstancias han cambiado respecto al sueño, como la presencia del mentor y abuelo (Michael Caine) o el anillo de casado, además de que la historia sigue siendo profundamente coherente con las anteriores escenas. Sin embargo la lección magistral de Nolan es que Cobb no necesita mirar el tótem porque ha dado un paso, ha entendido cuál es ese factor que hace que lo verdadero y lo real coincidan, ha aprendido a usar bien el criterio del corazón, entendiendo que lo ficticio nunca podrá ser tan atractivo como lo real, porque sólo el carácter misterioso de la realidad nos mantiene en nuestra verdadera estatura de hombres, es decir, sujetos en busca de significado y plenitud infinita. La realidad siempre es positiva y otra vez si Cobb se mueve es porque hay algo real a lo que se pega y no renuncia, que es el amor y la presencia irreductible de sus hijos. Cobb ya no necesita mirar la peonza para saber que lo que ve es real.
Marc Massó

martes, 4 de junio de 2013

Una mente maravillosa

De la mano de Ron Howard, director de películas tan dispares como Willow, Apolo XIII, El Grinch, Cinderella man o El código Da Vinci, llegó en 2001 esta aproximación a la vida de John Forbes Nash, interpretado por un magnífico Russell Crowe, matemático americano enfermo de esquizofrenia que recibió el Nobel de economía en 1994 por su aportación a la teoría de juegos. La cinta se alzó con los Oscar a mejor película, director, actriz de reparto (Jennifer Connelly) y guión adaptado.

La película empieza con un joven Nash (Russell Crowe) recién llegado a la universidad de Princeton para preparar su doctorado. Desde el inicio se nos muestra el carácter introvertido, casi autista, del brillante matemático, alguien que además necesita tener en todo momento las cosas bajo su control, consciente de su enorme capacidad intelectual no puede soportar que otros sobresalgan y considera a la mayoría de sus compañeros (si no a todos ellos) inferiores a él. Muestra de esta convicción es el hecho de que no asiste a ninguna clase, ya que considera que embotan la mente y es más productivo estudiando solo fuera de las aulas. Es en Princeton donde comienza a mostrarse la esquizofrenia que padece, aunque no será consciente de ella hasta varios años más tarde. Charles (Paul Bettany) será el único amigo que Nash se lleve de su estancia en Princeton, y muy a pesar suyo le acompañará toda su vida. A pesar de su brillantez, Nash no consigue encontrar una idea original y única para su tesis doctoral. Le vemos pasarse horas tomando notas mientras trata de encontrar algo que sea digno del genio que él ya considera que es. No hallar lo que busca, ver como otros avanzan en sus estudios y él no, le provoca un sufrimiento atroz ya que no puede soportar la idea de ser superado por otro ser humano. Finalmente la inspiración le llegó, y John Nash se doctoró con tan solo 21 años y una tesis de menos de 30 páginas, sin duda algo al alcance de muy pocos.


Tras su época universitaria, Nash es contratado por una agencia del gobierno para que trabaje descifrando códigos y ayude en la lucha contra la Unión Soviética y la expansión del comunismo, a la vez que debe dar algunas clases en el M.I.T (Massachussets Institute of Technology), algo que no le gusta ya que en su opinión eso es desperdiciar su valioso tiempo. Pero el imprevisto, algo que ni Nash ni nadie puede controlar, a Dios gracias, aparece en su vida en la forma de una estudiante que, por extraño que parezca, se enamora de él. Será en su relación con Alice (Jennifer Connelly) como Nash irá aprendiendo a dar espacio a aquello que no controla y aceptar que probablemente sea eso que él no puede explicar ni manejar a su antojo aquello que puede hacerle realmente feliz. Es su mujer quien le hace darse cuenta de la imposibilidad del método matemático-científico o la incapacidad de la mera razón para explicar la propia vida. ¿Cómo entender el infinito, cómo fiarse de alguien, cómo saber si se puede casar uno con la mujer que tiene delante? Se abre aquí el campo de las certezas morales, que son mostrables mas no demostrables.


Nash entenderá que el verdadero conocimiento no nace tanto de una capacidad deductiva o lógica fuera de lo común, sino de algo mucho más sencillo, que cualquiera puede hacer: fiarse de alguien. En efecto, cuando uno da confianza a una persona, tiene fe en ella, compromete toda su vida a ello. Desde el que coge un ascensor y se fía de que alguien lo habrá construido correctamente hasta el que se casa tras secundar el atractivo y promesa de cumplimiento que se hacen más evidentes frente a una persona. Incluso el conocimiento de toda la matemática y física que Nash posee no nace de él mismo, sino que a su vez él debió fiarse de profesores, libros y millares de testigos y científicos que probaron sus teorías antes que él. De hecho, por paradójico que parezca, la ciencia sin la fe, la confianza, no avanzaría. Es aquí donde se hace más radicalmente patente el paradigma humano. Como hemos afirmado varias veces somos hechos para la alteridad, sólo frente a otro podemos reconocernos y vivir. Por ello, la mayor certeza de Nash no será matemática, sino sobre el amor a su mujer.


Casado con Alice, Nash es requerido para colaborar con el gobierno en una misión secreta para localizar mensajes ocultos de la Unión Soviética en la prensa americana, el hombre que le encarga el trabajo es Parcher (Ed Harris), alguien a quien solo Nash puede ver. Su esquizofrenia no remite si no que va a más (también aparece una sobrina de Charles), y gracias a ello su mujer puede darse cuenta de que algo no funciona correctamente en la mente de su marido. Tras ser visitado por el Dr. Rosen (Christopher Plumier) se confirma la enfermedad que padece y la única terapia posible para mitigarla son unas sesiones de descargas eléctricas y una medicación permanente.

Curiosamente, tanto Charles, Marcee como Parcher siguen siendo tan reales para Nash que no duda de su existencia y sí de lo que pueda decir el médico, a quien considera un espía soviético. La medicación finalmente hace su efecto y Nash deja de tener visiones, pero al mismo tiempo su capacidad creativa se ve afectada y ya no es capaz de destacar en las matemáticas con la brillantez que antes tenía. Era esa increíble capacidad creativa la que hacía resolver fácilmente los más complejos problemas matemáticos pero a la vez fue la que actuando desordenadamente generó las visiones de Charles, Marcee y Parcher en la vida de Nash. No sólo su capacidad para el estudio de las matemáticas se ve afectada por la medicación, sino que también sufre efectos físicos que le impiden “cumplir con su mujer” como él expresa de forma difícilmente más clara. Y es que durante esta parte de la película, vemos a un Nash casi sin vida, un mueble más de la casa que vaga sin ánimo alguno por las diferentes estancias ajeno a todo lo que le rodea. Es precisamente en este momento, donde las interpretaciones de los actores alcanzan su máximo al mismo tiempo que la historia se nos hace mucho más cercana. Entramos, gracias a la brillante Jennifer Connelly, en la dolorosa rutina de alguien que vive junto a un hombre enfermo, sin tener una forma de curarle lo único que puede hacer (y no es poco) es estar junto a él y esperar que algo extraordinario pueda acontecer, como ella misma expresa.


No es para nada baladí la posición de la esposa, pues evidentemente la alternativa fácil es abandonar y dejar en tratamiento psiquiátrico a su marido. Otra vez reducir el sujeto a una enfermedad o una cualidad, objetivarlo, para poder encajarlo en el propio esquema, en vez de darse cuenta del misterio infinito que entraña. Una vez más aceptar el desafío que la realidad presenta y no descartarla a priori. Como ella misma cuenta, quiere abandonar mil veces, pero hay momentos en los que le mira y ve al hombre del que se enamoró. No es pues una resignación, sino una constatación de lo que acontece, por duro que ello sea.

Si en Memento veíamos un hombre que olvidaba constantemente todo lo que le ocurría y su forma de estar en el mundo era la sospecha permanente y el crear la realidad a su antojo para reinventarse constantemente; en la historia de Nash comprobamos que es una compañía el punto fundamental para que uno pueda conocer adecuadamente la realidad.  Es la mujer de Nash, la que estando a su lado y queriéndolo tal cual es, le ayuda a situarse en la posición correcta para distinguir qué es real y qué ficticio. Es su mujer quien poniéndole la mano en el corazón le hace entender un criterio más verdadero que la propia medida cerrada en lo racional: hay cosas que se entienden con el corazón. La realidad es de alguna forma correspondiente al deseo humano en un modo que la propia imaginación –por real que sea– no puede alcanzar. Así, en tanto que el afecto siempre va acompañado de la razón (es razonable), el observador Nash será capaz de darse cuenta de algo que le había pasado por alto inexplicablemente durante años, y es que a pesar del paso del tiempo la sobrina de su amigo imaginario Charles no crece, siempre tiene la misma edad, por lo tanto no puede ser real.


A partir de este momento Nash ya tiene un punto en el que poder apoyarse y poder juzgar si lo que ve existe realmente o solamente es producto de su imaginación, sabe que tiene alguien en quién confiar que le ayude a discernir adecuadamente. Gracias a esta compañía, en primer lugar de su mujer, pero también de un antiguo compañero de universidad, Nash aprende a convivir con esa “realidad” paralela teniendo claro que la que a él le interesa es otra, y tiene de quién fiarse para conocerla. Tras varios años alejado de la investigación, vuelve a Princeton solamente para estar en la biblioteca resolviendo problemas matemáticos; y es precisamente ahí donde otro imprevisto le sale al encuentro de nuevo. Un alumno se le acerca a conversar y le muestra unos ejercicios para ver si puede ayudarle, Nash accede y el número de alumnos crece, de pronto le vemos dando clases y disfrutando con ello, algo que antes era impensable. Un hecho absolutamente extraordianrio.

Así, descubre un gusto por la docencia que le hace ser más él y disfrutar más de la vida. Lo extraordinario ha acontecido, la vida de Nash se torna bella y feliz sin necesariamente curarse de su enfermedad. Una vez más, al igual que en la anterior película, vemos que lo humano, aquello que nos da la identidad no puede ser parcializado a nuestra condición o enfermedad. Por ello, lo que resulta claro en la vida de Nash tal y como se nos cuenta en la película, es que por un lado la realidad se muestra siempre más fascinante, más verdadera que cualquier imaginación pues permite la entrada de lo imprevisto, permite al sujeto no ser preso de sí mismo o utilizando el juego de palabras del filósofo Foucault, no devenir un sujeto “sujeto” por la propia subjetividad.  Por otro lado, que la mayor verdad que da sentido al propio vivir por encima de enfermedades, genialidades, premios, reconocimiento o prestigio es la sencilla aceptación de la ley del amor como un don, algo que nunca podemos fabricar pero que siempre podemos reconocer. Pues si existimos es porque somos amados.

                                                                                                                                Alberto Ribes