domingo, 28 de octubre de 2012

La ola


De la mano del director Dennis Gansel nos llega aquí una interesante película del 2008 que cosechó un gran éxito en pantalla tras su estreno. La ola está inspirada en una historia real recogida en la novela The Third Wave de Morton Rhue, que narra los hechos acaecidos en un instituto de Palo Alto (California) donde el profesor Ron Jones, en 1967, consiguió crear un movimiento de tintes nazis durante un experimento sociológico con sus alumnos. La película adapta el contexto a la Alemania actual y recrea lo sucedido partiendo de una interesante pregunta: ¿sería posible que el nazismo volviera a acontecer? Con esta pregunta empieza la clase de autocracia el profesor Rainer Wenger (Jürgen Vogel) y la respuesta unánime de sus alumnos es clara: imposible, ya hemos aprendido la lección.




Esto da pie a una semana en la que el profesor utilizará los métodos basados en la disciplina, el respeto, el orden etc. que ya antes otros regímenes totalitarios usaron para el domeño de la población a sus fines políticos. La película, según nuestra óptica, ofrece un claro retrato de dos puntos fundamentales de todo totalitarismo de tipo fascista: primero, las condiciones socioeconómicas que se deben dar para que estos regímenes surjan, esto es la posición humana y las circunstancias de cada individuo; y segundo, ofrece una óptica didáctica y por puntos, de qué herramientas se ponen en juego para el sometimiento –aun voluntario– de la masa.

Sin entrar en detalle, pues ya hay abundante bibliografía y teoría experta sobre el tema, apuntamos algunas de las variables que favorecen la expansión de una ideología y que pueden verse en la película, dado el paralelismo existente con algunas de nuestras circunstancias actuales: injusticia social, precariedad laboral, dificultades económicas, nacionalismo –entendido como la exaltación de una raza o un pueblo según una génesis histórica y cultural–, enemigo común –odio hacia un culpable de la mala situación–, situación de agravio, etc. Asimismo, también a modo de apunte, la película muestra cristalinamente algunas de las características más conocidas de todo régimen autocrático: los símbolos, la propaganda, la lucha contra el oponente, la dimensión social del fenómeno, la vestimenta –que uniformiza, haciendo iguales, a todos–, la conciencia de pertenencia grupal, la violencia y hasta incluso el saludo.

La película comienza con música de “Los Ramones” introduciendo al espectador en un ambiente juvenil y en un contexto social donde el nihilismo impera con su consiguiente nada existencial en la vida de los personajes. No obstante, escenas como la preparación de la obra de teatro muestran como estos se mueven, están vivos, como muchos jóvenes que tienen la avidez de aquél que busca un significado para la conformación de las certezas que permitirán articular su vida. Sin embargo, desprovistos de toda referencia moral, de una propuesta a la altura del deseo humano –de bien, de justicia, de verdad,… –, de una autoridad; viven en un ambiente que se nos antoja incompleto. Bailan, cantan, van de fiesta pero están tristes, cada uno vive en una vacua soledad su existencia –repárese en la conversación entre dos chicos en la barra del bar–.

Por tanto, la primera emergencia es educativa, es de introducción de los jóvenes en la realidad. Otro dato que no pasa inadvertido es la fragmentación familiar en la que muchos viven, sin referencia –“tu hermano ha de experimentar sus propios límites” le espeta la madre a Karo (Jennifer Ulrich) cuando ésta se queja por lo que sucede en su casa–, sin un amor real en su propia casa –la mayoría de relaciones son frías o banales en el mejor de los casos, con una superficialidad sexual evidente, del mero goce–. La indigencia moral y vital que se muestra es fácilmente reconocible en nuestra sociedad actual, donde el relativismo hace mella huyendo siempre de cualquier afirmación que pretenda ser verdadera, precisamente -he aquí la paradoja-, por cierto estigma de los totalitarismos de nuestra historia reciente.

Wegner iba a dar de hecho la clase de anarquía. Aquí vemos el primer guiño del director como queriendo decir que los extremos se tocan. De hecho, autores como Luigi Giussani, afirman que la postura más verdadera del hombre, tras la religiosa, es la anárquica. Esto se explica por el hecho de que el hombre es exigencia de significado con todo lo que hace, cuando consigue algo quiere otra cosa, es una búsqueda permanentemente abierta a lo infinito, a lo inagotable. De ahí que sólo la relación vivida con algo que tenga pretensión totalitaria, es decir, que abrace todo en la vida, está a la altura real del deseo humano. Por ello en la película también se ve que la ideología infecta todos los ámbitos, hasta el deporte se convierte en herramienta de autoafirmación.

De ahí la consecuencia política, son sujetos que dan su vida por un ideal, por un todo. Por ello el totalitarismo no es sólo un problema político, sino que en la medida que afecta a individuos concretos que dan su vida al ideal, se torna problema religioso. Es aquí donde vemos por qué un totalitarismo puede volver a triunfar, porque el hombre siempre busca un significado para la vida y siempre habrán ideales que intentarán ocupar ese lugar, ídolos a los que idolatrar. Así, como siempre, el mal se sirve de un aparente bien como: el sentimiento de fraternidad entre los del mismo grupo, el incremento de la creatividad, el amor por uno mismo, el sentirse parte de un todo con un fin concreto, etc. para subyugar el ánimo humano para fines que a la postre se demuestran siempre parciales, incompletos y en este caso terriblemente dañinos.

El error está en que bajo una aparente justificación democrática, pues deciden por votación y todos van a una por “consenso”, acaban instaurando una mentalidad gregaria donde la dignidad y consistencia del individuo se le da en tanto que perteneciente al mismo grupo y no por sí misma, es decir por su misma condición de persona. Este clasismo acaba arrinconando a las minorías y volviéndose antidemocrático, pues bajo la legitimidad de la “mayoría” se suprime la libertad de cada individuo: unos por exclusión (Karo y Mona), y los que pertenecen por omisión, es decir, porque siguen sin razón, por consignas, de una forma sentimental cuyo único criterio es lo bien que se está juntos y las cosas tan “guays” que hacen, sin mayor trascendencia que el ocioso consumo del tiempo. A este respecto está increíblemente lograda la escena final donde Wegner ordena que traigan al “traidor” Marco para ajusticiarle. El mismo Marco jugador de waterpolo, amigo de los demás, es conducido al “paredón” por presentar disidencia a lo que el líder dice. Así cuando Wegner les pregunta a los “soldados” por qué lo han hecho, la única respuesta es: “Porque tú lo has ordenado”. Es la clara imagen del hombre que deserta del uso de la razón y de su protagonismo en la propia vida.

Así en la película se ven con claridad los diferentes “males” de los que aquejan cada uno de los alumnos: Lisa es insegura, Tim se ha visto siempre ninguneado, Karo carece de referente familiar, Marco ni tiene padre ni se le espera y su madre es un despropósito, etc. Todos tienen dramas que buscan solución y en la realidad no encuentran nada, salvo la propuesta del profesor, que los una y les dé una finalidad en sus acciones. Por otro lado la cinta destila simbolismos, apuntamos algunos. Es claro como el grafiti de “La ola” se propaga por toda la ciudad ya sea tomando lugares de nadie, substituyendo al “enemigo” –los anarquistas–, encima de símbolos religiosos –en clara presentación de la pretensión ideológica–, hasta incluso encima de personas –no importa el individuo sino la idea–, etc.

Por otro lado es interesante ver cómo el rubio que se va de clase luego se une a La ola sólo por intereses de poder. Éste posee una serpiente en casa, normalmente asociada con el Mal. A nuestro entender hay una diferencia moral no desdeñable entre quien se une al totalitarismo por ingenuidad, cegado por el ideal y el que se une con vocación explícita de dominación. Otra imagen simbólica bella sería aquélla en que Tim, habiendo subido al andamio, está siempre de espaldas a la estatua del ángel que apunta al cielo. Es como la alegoría de aquél que hace el mal sin darse cuenta, como autoafirmación ante el desconocimiento de otro significado para la vida. Bastaría con que se diese la vuelta, literalmente se convirtiera, para poder mirar el ideal verdadero, pues apunta al origen del deseo humano que es siempre religioso. No en vano Tim da literalmente la vida por la obra y se suicida cuando ve que es falsa, pues sin la ola ya no queda nada.

A nuestro juicio la película no ofrece una respuesta completa. De hecho el final es claro en esto, los alumnos desconcertados preguntan al profesor qué sucede con todo lo bueno que han vivido, qué significado tiene. Las miradas después de la tragedia son de desesperación y reproche, es como si le dijeran: ¿por qué nos has engañado, por qué has despertado un deseo que no podías cumplir? Parecería que la alternativa a ese totalitarismo es un buenismo no anclado en razones más que sentimentales. Así, Karo, que es la principal opositora, resulta ingenua y fútil, pues no propone nada mejor que La ola, por ello nadie le hace caso. De hecho su primer criterio, como le recuerda Marco, para no seguir con La ola es básicamente egoísta (estético): “el blanco no me sienta bien”.

Sin embargo hay un punto de luz, un lugar por donde se puede reempezar y es precisamente la figura de Marco. Él es el único que se da cuenta del mal que entraña La ola cuando usa el corazón. Al pegar a su novia se da cuenta que aquello a lo que está dando la vida no le  permite ser más él, tratar mejor las cosas, querer mejor, sino que más bien le aleja de todo lo que no está ya en La ola. Ello le permite hacer un recorrido humano, yendo a hablar con Wegner y renegando del grupo. Podría decirse que ante la nada y el mal, el criterio está ya en el hombre. Estamos hechos de tal forma que nos corresponde la verdad y no la mentira, el abrazo y no el rechazo, el amor y no la violencia, el bien y no el mal. Por tanto no cualquier idea vale ni cualquier cosa puede defenderse aunque sea una mayoría la que lo haga. La realidad es una y se trata de comprenderla, de encontrar en ella el significado que se anhela. Ése, creemos, es el primer punto y la principal enseñanza de la película para detectar y empezar a enfrentar la ideología, la mentira y el mal.

Marc Massó

domingo, 21 de octubre de 2012

American Beauty


Con esta película ganadora de 5 Oscars, Sam Mendes entra por la puerta grande en el mundo del cine. Por un lado, American beauty es una descarnada crítica al american way of life, que a través de la industria hollywoodiense tan bien conocemos. Por otro, es una profundización muy inteligente en el modo de vivir del hombre de nuestros días, en el cual la vida es una monótona nada que debe ser reducida a la tiranía de la normalidad y del pensamiento común: el trabajo, la casa, la mujer, los éxitos, los hijos… Una vida normal, ideal se diría, pero perfectamente vacía. Con todo, hay un elemento diferencial y recurrente, las rosas; que “cosifican” un concepto abstracto como el de belleza concretándolo en todo lo cotidiano en la vida. No por casualidad en multitud de escenas se pueden observar ramos de rosas rojas que acompañan la acción de los personajes, como indicando que lo bello siempre está presente aunque no nos percatemos.


La película empieza con una voz en off que resulta ser la del protagonista, que nos cuenta lo que va a ir sucediendo y nos informa de que morirá, lo cual deja entrever que su presencia implica ya, de alguna forma, un más allá. Lester Burnham (Kevin Spacey) es un hombre gris, padre de familia, que comienza su día masturbándose porque a partir de ahí “todo va cuesta abajo”. Como él mismo dice, es un muerto en vida. Con cierta compasión le viene a uno a la cabeza la frase del poeta Cesare Pavese: “Lo que el hombre busca en el placer es un infinito, y nadie jamás renunciaría a la esperanza de conseguir esa infinitud”. Su vida transcurre bajo la asfixia del trabajo, el ninguneo al que le somete su mujer obsesionada por el éxito y la apariencia –nótese el cuidado en las escenas donde la mujer siempre está más alta que él–, así como en la dura confrontación con su hija que, no viendo respuesta a la altura de sus deseos en el ejemplo vital de sus padres, huye de ellos, manteniendo una relación tensa con los mismos.

Cada uno de los personajes encarna un arquetipo de vida, en los cuales, quizás a modo de collage, nos podríamos ver identificados nosotros mismos –pues somos hijos del mismo mundo–, en distintos momentos de nuestras vidas. En este sentido, Carolyn Burnham (Annette Bening) encarna la mujer ambiciosa que lo dará todo para triunfar y en la que todo en su vida es un medio para su egoísta realización personal, incluidos su marido, su coche o las rosas de su jardín –el cuidado de la belleza no nace de un amor, sino de una pretensión que la instrumentaliza–. Jane Burnham (Thora Birch) es la adolescente que muestra una estética siempre apática y gris, oscura, pero a diferencia de su padre, como protección, como rebeldía frente a la superficialidad y falsedad de sus progenitores. Su amiga Angela (Mena Suvari), elemento central de la película por su belleza, por el contrario, encarna el aparente éxito y la falsa seguridad, mentira mediante, que no esconde sino una abismal inseguridad y falta de amor por sí misma. “No hay nada peor que ser vulgar”, es su principal temor; lo cual sólo refleja la carencia de una afectividad verdadera, que no se base en lo aparente y superficial sino en lo profundo de la persona. De ahí que conciba su cuerpo como un mero instrumento también.
La película, como el título indica, trata de la belleza. No critica simplemente la falsedad de los personajes que interpretamos en nuestras vidas movidos por lógicas externas, sino que eso se revela como dato de lo que somos y de nuestra infelicidad. Véanse a modo de muestrario, algunas referencias cromáticas implícitas a la bandera americana en las escenas: la casa es de puerta roja, ventanas azules y pared blanca, el armario de la escena final es blanco, con camisas azules y el vestido rojo de Carolyn; la mesa en la casa es blanca, con un jarrón azul que contiene rosas rojas, etc. Por lo que se deduce que la crítica va a la opulencia desencantada del modelo occidental vacío de significado. De lo que habla la historia es que el hombre está hecho para lo bello y que sólo lo bello, lo extraordinario, aun cuando no se sabe mirar o apreciar bien, es capaz de hacernos ser más nosotros mismos. Sólo así, tras enamorarse de Angela de una forma meramente erótica, Lester decidirá renacer, rehacer su vida y plantearse en serio ser feliz.

Veamos aquí cómo la película lejos de un moralismo que resultaría parcial, introduce la dinámica humana de forma sumamente inteligente y realista. Lester acomete lo que cualquiera consideraría una locura y roza la pederastia, que es querer acostarse con la amiga de su hija. Eso es lo que es capaz de entender él, con su limitada perspectiva de vida –la voz en off constantemente nos recuerda eso–. Pero el punto de interés no es lo bueno o no que sea Lester al intentar cambiar o lo moralmente recto que sea; sino que la belleza, por su singular esencia, ya genera, ya mueve, ya permite que uno cambie. De hecho, no es casual que cada vez que Lester se imagina a Angela en situaciones provocadoras aparezcan pétalos de rosa, como queriendo indicar que la belleza que él imagina es más que eso, que hay una belleza mayor, más potente, que no el simple cuerpo de Angela; que con el tiempo, cualquier realista sabe va a envejecer, como todo. Por tanto sería más interesante preguntarse: ¿qué es lo que permanece, qué clase de belleza y significado necesita el hombre para ser feliz?
Así vemos con perplejidad como un hombre de cuarenta y tantos años, cual enamorado de quince, recupera el gusto por su vida, por gozar de lo que tiene y ser libre de las pretensiones, planes y expectativas que siempre son autoimposiciones y no cosas reales –nótese la distinta postura en la escena del sofá con Carolyn–. Empieza a cuidarse, a hacer deporte, a escuchar la música que le gusta, incluso hasta a fumar porros, en lo que parece ser una huida hacia delante, si bien, más verdadera que su anterior vida. Por el contrario, contrasta la impotencia de su mujer que incluso usando sus mejores técnicas y consejos de autoayuda es incapaz de añadir un ápice de felicidad a su vida. De hecho, su referente Buddy Kane, el “Rey” del Real State (Peter Gallagher) resulta ser otra mera apariencia. Es exitoso, pero su vida es inane, como se constata en su aventurilla post divorcio de éste.

Sin embargo, entra en escena el vecino Rick Fitts (Wes Bentley), un joven, dícese que perturbado por su extraña manera de comportarse. Va siempre con una cámara para poder capturar la belleza que detecta a través de su penetrante mirada. Paradójicamente, el tarado, es el único que es capaz de mirar de verdad, de darse cuenta de la belleza que hay en todas las cosas, de que hay algo detrás de todo lo que vemos que lo sostiene, que lo hace infinitamente misterioso y bello –recurrimos a la escena de la bolsa, ¿quién la hace bailar?–. Es así, con esta verdad en la mirada, que se dará rápidamente cuenta que la única original es Jane, pues es la única que aún conserva el deseo de que las cosas sean buenas, aún no ha sucumbido a la mediocridad democráticamente aceptada. He aquí la paradoja, en el mundo donde la nada domina, los personajes verdaderos son los "extraños".
La diferencia en las relaciones entre ellos dos que se enamoran y las demás relaciones de la película es evidente. Ellos están juntos porque sus vidas crecen, entienden más, la realidad se hace mejor estando juntos. De hecho hablan de la belleza, del sentido de las cosas, de sus deseos más profundos o de la muerte. Incluso sus desnudos, no son eróticos meramente, son más intimistas, en el sentido de que es un desnudo preferencial: me desnudo porque contigo puedo, porque soy yo mismo, no para excitarte. Cabe recordar que Jane es capaz de desnudarse con Rick aun cuando no le gustan sus pechos y que empleará el dinero que tenía ahorrado para solventar tal situación para huir con él. Por el contrario Carolyn sólo huye acostándose con Buddy mientras que Lester busca a tientas una autenticidad que no conoce, en sus fantasías con Angela.

Así, Lester recuperará su paternidad y entenderá al final, cuando pudiendo tomar a Angela, que se encuentra deprimida, no lo hace y recupera el nivel educativo de su persona acogiendo a Angela y consolándola, entendiendo que Angela no es para su goce y disfrute, sino que es una persona con dignidad e igual deseo de bien que el suyo, y que sólo uno es más él mismo cuando sirve y quiere (el origen de ambas palabras es común) al otro. Hay otro personaje de interés, el coronel Frank Fitts (Chris Cooper), el cual no sería descabellado pensar que representa de alguna forma el poder, la autoridad, la ley. No en vano ha sido formado en la rigidez del código militar y además posee armas, lo cual infiere poder, capacidad de quitar o permitir la vida.
Es interesante porque no aceptando su propia homosexualidad –pues va en contra de los principios por los que siempre se ha regido– y tras una lamentable confusión al pensar que Lester se beneficia sexualmente de su hijo, acaba matando a Lester. Por un lado se ve como la norma de por sí, el poder establecido, en ausencia de la experiencia y el encuentro con las personas concretas, no permite la libertad del hombre y lo tiene que matar, pues todo lo que queda fuera de la norma, no existe, o mejor, no debe existir. Por otro lado, el malentendido nace de la confusión al presenciar escenas parciales, a través de ventanas o grabaciones, esto es, alejadas de la experiencia personal, dejando lugar a la interpretación, que se demuestra errónea. He aquí un apelativo a la experiencia y la libertad y no al adoctrinamiento y al dogma.

Podría parecer que el final con la muerte no es un final feliz que tanto gusta al espectador superficial. Pero el director, pensamos, con este recurso consigue un efecto increíble, pasando por un lado la pelota al espectador provocándolo –al huir del happy ending preconcebido–, y por otro recogiendo la historia y los personajes presentes en ella de una forma maravillosa. El monólogo de Lester nos informa que desde el cielo (donde está la cámara) las cosas se ven con más claridad –“veremos como somos vistos”, parafraseando a san Pablo– y que la sobreabundancia de Belleza recoge perfectamente, misericordiosamente, nuestros irónicos y tantas veces patéticos intentos de ordenar nuestras vidas, lanzando el desafío al espectador: “[…] y no puedo sentir más que gratitud por cada instante de mi estúpida y pequeña vida. No tienes ni idea de lo que estoy hablando, estoy seguro. Pero no te preocupes. Algún día lo sabrás”. Quizás sea hora de empezar a buscar y dejarnos cautivar por la Belleza, en definitiva, a ser libres.

Marc Massó

domingo, 7 de octubre de 2012

Atrapado por su pasado


Brian de Palma sale con esta película de una serie de fracasos cinematográficos y alcanza, lo que en opinión de muchos es, uno de sus hitos de madurez con una buena obra del género. La historia destila realismo por un lado, pues no en vano está basada en un guión inspirado en la novela del juez puertorriqueño de la corte suprema de los Estados Unidos Edwin Torres; y profundidad de personajes por otro, algo nada despreciable teniendo en cuenta la superficialidad en esta materia de otros films, como por ejemplo El precio del poder (Scarface, 1983) de mismo actor y director. Sin embargo la profundidad del protagonista es mucho mayor aquí que en la primera. Por un lado se ve claramente cómo en ésta, obra con la coherencia de un ideal bueno. Por otro mientras en Scarface el personaje de Michelle Pfeiffer es un mero objeto de deseo, en ésta Gail (Penelope Ann Miller) es la que posibilita que Carlito siga en pie, lo más verdadero que tiene.

Si bien esta vez la traducción es bastante acertada, dado que la cinta narra la historia de un hombre que intenta cambiar de vida pero siempre bajo el peso de su pasado, el título original “Carlito’s way”, creemos que transmite mejor la propuesta fundamental de la película: se nos muestra un hombre que hace las cosas a su manera. Carlito Brigante (Al Pacino) es un conocido narco que sale de la cárcel de forma inesperada debido a un error en el proceso judicial que lo deja en libertad. La estancia en la cárcel le ha permitido valorar su vida, lo conseguido y lo que desea; haciéndole tomar la decisión de escapar de la delincuencia, no sólo por lo peligroso de ese tipo de vida, sino tras la constatación de que nada de lo que ha conseguido le basta. Ha llegado a la cúspide, todo el mundo le respeta, pero eso no llena su ánimo.

La película empieza por el final, conociendo ya la suerte de Carlito, donde se intuye que su sueño se le ha escapado, pero creemos, que con una frase decisiva: “mi corazón no se detendrá”. Ahí ya está todo. Lo relevante de la figura de Carlito es que encarna una posición vital del hombre de nuestra era. En un mundo donde el nihilismo triunfa, donde no hay gratuidad, donde “un favor puede matarte más rápido que una bala” tal como el propio Carlito sentencia, la única salida posible parece ser imponerse, devenir el superhombre nietzscheano que es capaz de dominar una realidad ya de entrada negativa, a la que sólo cabe someter para triunfar.
Carlito es ese hombre, pero con una salvedad: su corazón está intacto. Es capaz de reconocer el vacío que genera el no significado en la vida, la futilidad de la violencia, el fraude que implica no tener verdaderos amigos. Sólo así emprenderá su huida pero siempre bajo el ideal, que es un motivo persistente en toda la película: escapa al Paraíso –homónimo del club que regenta–. Ya como una promesa ahora, el escape a islas Paraíso con su amada es el leit motiv del protagonista. Inteligentemente, esto no es un mero ideal abstracto, sino que toma cuerpo en la figura de Gail, la mujer a la que ama, y un lugar en el mundo, lejos de donde se ha criado. Carlito sabedor de su incapacidad, pero capaz de darse cuenta de la verdad que encierra su amor por Gail, direcciona toda su vida en pos de ese significado.

Ello le permite ser un hombre entero, íntegro; no en un sentido moral, pues evidentemente es un delincuente, sino en el sentido de que no renuncia a su deseo, a su humanidad, a aquello que considera como verdadero: ya sea la mirada de su chica o el código de honor entre narcos. Hay un claro contraste entre los nuevos matones que desconocen por completo la legitimidad o el honor, frente a la vieja escuela a la que Carlito pertenece. Cambiando de óptica despunta también la escena del bar de streptease donde Carlito encuentra a su novia. El diálogo es de sumo interés, pues frente a la tristeza patente que Carlito muestra por el hecho de ver a su amada comportarse indecorosamente al bailar desnuda, ella le dice: “Pero tú ¿a cuántos hombres has matado?”. Es decir, ¿cuál es el daño moral mayor, de qué nos escandalizamos?
Creemos que es una muestra inteligente de cómo una relación puede forjarse: si a partir de normas o de recriminaciones frente al propio mal o a partir de la persona, del deseo de su corazón, de su conocimiento profundo. Gail no se da a otros hombres como lo hace con Carlito –véase la escena del apartamento– al igual que Carlito no mata sólo para sí, sino para sí en tanto que para ella, para un bien mayor que es precisa y paradójicamente escapar de eso. Por este motivo la acción de Carlito no es loable en sí misma, pues normalmente usa el mal a su manera, sino por la verdad que hay en su deseo y en lo que hace. En la misma línea, sería irreal pedirle a alguien que se ha formado en la delincuencia y la violencia una acción perfectamente recta, no porque no la pueda hacer, sino porque nadie da lo que no ha recibido.

Así las cosas, la historia de desarrolla según Carlito intenta reunir el suficiente dinero para escapar con su amor, pero todo lo que hace se lo complica cada vez más. Parece como si la losa de su vida anterior hubiera caído sobre él y no consiguiera escapar de ella. Ello destila cierto aire escéptico o cínico. Parece que nuestra acción pasada nos determine, que no se pueda escapar a lo que ya se ha hecho, como si la redención no fuese posible. No obstante, creemos que hay suficiente datos en la película que permiten rebatir esa afirmación.
El primero es la forma en cómo se encara el momento final, con la silueta de la amada, con la mirada fija en el “Paraíso”, como dejando claro que el camino de la vida no significa llegar a la meta que uno se propone, sino tender continuamente al ideal que se anhela y que se justifica siempre a través de lo real (la carnalidad de Gail y el deseo de Carlito). En el mismo sentido, se le hace un favor al espectador al no ofrecer el clásico final feliz para dejar las conciencias tranquilas. Realismo no quiere decir buenismo. Lo normal con la vida de Carlito es que acabe precisamente como acaba. Sin embargo, lo trascendental es la hipótesis de significado que pueda traslucir aún en ese tipo de vida. El mismo Carlito lo afirma: Tumbado en esa camilla sentía la misma sensación de libertad que al salir de la cárcel. La muerte parece ser aquí más que un trágico final, un dramático cumplimiento.

La segunda sería que Carlito llega a engendrar, es decir, tendrá un hijo, va a ser padre, esto es –él mismo lo dice–, su vida no ha acabado, sino que recomienza a través de su hijo; no es el último Carlito Brigante. Su vida la ha dado por amor, por ser fiel al ideal que marca su corazón, y la vida continua y es buena. Continúa con ese mismo amor, con esa misma esperanza de que no acabe, de que el paraíso llegue, de que todo tenga sentido aun cuando toda la vida que ha conocido se lo ha negado, y la hipótesis de esa resurrección, está en la nueva vida que llega. Así pues, con sumo realismo, la historia de Carlito da un último toque a nuestra conciencia, y es que aun siendo el dueño del barrio, el más temerario y el más listo, la propia vida no se puede construir a solas. Allí donde faltan la amistad y el amor, la vida se demuestra incompleta, mientras que el faro guía es el irreductible y siempre presente deseo del corazón.

Marc Massó