Empezamos el ciclo realidad-ficción con esta interesante película de Christopher Nolan estrenada en el año 2000. En este ciclo partiremos del deseo de verdad que alberga todo hombre para explorar en qué forma la realidad se demuestra adecuada como respuesta y de qué modo la aventura de la interpretación que se suscita en cuanto uno la vive, permite llegar o no a un mayor cumplimiento. En tanto que humanos y por tanto limitados, conocemos lo real de forma mediada, es decir, a través de los sentidos y de nuestras percepciones. Asimismo, modificamos lo real y lo hacemos nuestro mediante procesos psicológicos más o menos complejos que nos permiten entender y dar sentido a cuanto acontece. Ello ha sugerido a lo largo de siglos debates acerca de si existe la verdad, qué es, si se puede conocer realmente o todo se reduce a interpretaciones. El debate sigue sin duda vigente, y de hecho occidente aqueja de una crisis humana y moral que se enraíza en lo más profundo de un pensamiento relativista que desnorta todo aquello que antaño se había considerado pilar fundamental de su cultura.
En su segunda película Nolan ya da sobrada muestra de su maestría a la hora de hacer del espectador casi un personaje más de sus películas. Hay quien entiende que sus historias son ambiguas o juegan con la incertidumbre para generar esa reacción en los espectadores. Sin embargo, nosotros coincidimos con el director en que “hay una verdad y un visionado atento de la película conduce a ella”. En este caso, Nolan logra meter al espectador en la piel del protagonista con un peculiar montaje: la película es un constante sucedido de analepsis que van mostrando las causas de lo que se observa, en vez de sus consecuencias. Asimismo intercala escenas en blanco y negro que pertenecen al pasado pero que se suceden en orden correcto, juntándose en un determinado punto con las escenas en color, que representan el presente (aunque hacia atrás). De esta forma, la línea temporal de la película es inversa, empezando por el final (en color) y un punto en el pasado (blanco y negro) que se juntan en el medio (que será el final del film).
Ello provoca en el espectador una sensación parecida a la del protagonista, donde constantemente no entiende lo que está sucediendo porque no recuerda el pasado (en el caso del espectador el pasado es lo que está por venir). La película trata sobre la vida de Leonard (Guy Pierce), un hombre que tras un asalto a su casa sufrió un golpe que lo dejó con amnesia anterógrada. Esta particular discapacidad hace que recuerde todo lo previo al momento del accidente, pero que sea incapaz de fabricar nuevos recuerdos. Por tanto, toda la memoria a corto plazo es constantemente borrada, como si le hicieran un “reset” mental y volviera siempre al mismo punto tras un determinado lapso de tiempo.
Leonard tiene un objetivo en la vida, acabar con uno de los asaltantes a su casa que lo dejó en esta situación y que además violó y asesinó a su mujer. A tal efecto, asumirá un método para poder recordar y establecer una serie de rutinas que le permitan vivir. A base de tatuajes en el cuerpo, fotografías y notas de todo tipo establecerá las bases para suplir las carencias de su memoria. Aflora aquí uno de los primeros factores que asalta la conciencia del público: ¿en qué consiste nuestra identidad, qué nos permite ser quienes somos? En efecto, la memoria nos permite hacer nuestro aquello que vivimos, recordar nos da la capacidad de identificarnos con aquello de lo que hacemos experiencia y valorarlo en nuestro ser. Parece que a Leonard (y al aturdido espectador que no entiende el porqué de la acción que está viendo) se le ha incapacitado para ello. De esta forma, Leonard es absolutamente dependiente de las personas con las que se encuentra, pues son las únicas que le permiten explicarse a sí mismo y lo que sucede.
Sin embargo, todas las relaciones están bajo sospecha, Leonard mismo ha de recurrir a sus notas y fotografías constantemente para cerciorarse de quién es Natalie (Carrie-Anne Moss) o si Teddy (Joe Pantoliano) dice la verdad. Aquí hay una curiosa paradoja: Leonard pretende ser independiente con el método de acción por instinto a través de lo que se va anotando y que ha creado él, pero choca con su incapacidad de hacerlo solo y necesitar constantemente de otros. Casi sería como decir que el otro es más real que él mismo, pues él es incapaz de recordar cómo ha llegado donde está. Se desvela aquí el segundo factor importante: el otro como factor necesario para la identidad del propio yo. Yo sólo soy yo porque hay un tú. Somos seres relacionales, animales sociales que diría Aristóteles, por tanto, nuestra vida (su origen y su fin -en ambos sentidos de la palabra-) sólo tiene cabida en relaciones de amor que nos generan y que generamos, dando sentido a nuestras vidas. Además, siguiendo con Aristóteles, el ser humano no se entiende sin una morada, un lugar al que pertenece. Por eso la soledad de Leonard y su pretendida independencia acaba siendo lo que le incapacita para recuperar, verdaderamente, su identidad; pues está encerrado en su mismidad, máxime en tanto que está aquejado por su particular amnesia. Es él mismo el que decide huir de su casa y quemar los recuerdos de su esposa.
En la película el factor amoroso queda velado por el hecho de que no son relaciones de amistad verdaderas, es decir, su lógica no es el amor, sino más bien la utilitarista como se demuestra en varias ocasiones, a pesar de que, con todo, hayan gestos de gratuidad en ciertos momentos. Es curioso ver cómo Leonard cambia su discurso, es decir, la visión que tiene de sí mismo. Mientras que al inicio explica su vida con frases como “que no recuerde las cosas no quita sentido a mis actos” o “los recuerdos no importan si tienes los hechos”, vemos cómo al final será él mismo quien use los hechos para cambiar sus recuerdos. En cierto sentido es verdad que un hecho, un acontecimiento, es algo objetivo, más allá de lo que sea capaz de recordar o de interpretar uno (como se demuestra con los testigos y las pruebas en los juicios ante la ley); pero no es menos cierto que en la propia vida, la posición vital de uno será la que permitirá o no que esos hechos sean en efecto relevantes o no.
Como se ve al final gracias al diálogo con Teddy, Leonard descubre que ya había matado al hombre que violó a su esposa, que de hecho ella no estaba muerta y que fue él mismo el que la mató, al estilo de la historieta de Sammy Jankis (Stephen Tobolowsky); que él mismo creó para esconder la horrible verdad de que fue su esposa la que se suicidó asistida por él, aunque inconsciente, debido a su enfermedad. Fue el mismo Leonard el que quitó ciertas páginas del informe policial, se tatuó pistas ambiguas o falsas para proseguir la ya ficticia búsqueda y el que decidió no creer al único que conocía la verdad, el policía Teddy. La mentada ambigüedad reside en que cabría la posibilidad de que fuera Teddy el mendaz, dentro de la trama utilitaria y de mentiras que hay entre los personajes. Sin embargo, creemos que son prueba suficiente para desdeñar esta interpretación el monólogo final y ciertas imágenes, como la fugaz transposición de Leonard por Sammy en un fotograma en el psiquiátrico o la visión final de Leonard donde el espacio de su cuerpo reservado a la anotación del cumplimiento de su misión aparece tatuado con “I made it”.
¿Por qué Leonard decide seguir con la mentira? Probablemente para que su vida no pierda el sentido. Además en Leonard, el proceso resulta fácil, no ha de moldear constantemente lo real inventándolo todo, basta que haga los cambios justos y su desmemoria hará el resto. Sería el arquetipo del narciso nihilista, un ser sólo centrado en sí mismo (aún con el propósito vengativo de su esposa) para el que la realidad no alberga una verdad, sino que es él quien da el significado de las cosas. En efecto, parafraseando a Nietzsche, no existen hechos, sólo interpretaciones. Nótese el cambio de posición con respecto a la anterior frase del protagonista. Así pues, a Leonard le basta con que su método funcione, que dé sentido a sus acciones, más allá de que sea real o no, es decir, verdadero. No obstante, quedarse aquí sería cuando menos injusto. Es cierto que estamos hechos para la verdad, que uno se siente como liberado cuando al final de la película todo cobra sentido, pero no es menos cierto el sentimiento de desproporción que se siente ante la condición de Leonard. ¿Es la memoria lo que nos define, qué nos hace humanos, hasta qué punto la vida vale la pena ser vivida?
Son preguntas que no tienen solución fácil, inconmensurables, pero que no por ello hay que dejar pasar, por la inexorable evidencia con que se muestran. El sentimiento recuerda al que describimos tras el visionado de Million Dollar Baby, donde el destino de la protagonista parecía desvanecerse ante su nueva condición. Sería imposible afirmar que Leonard no es humano por el hecho de no poder recordar, por tanto si no es la memoria, si no es el propio método de hacer las cosas, ni tan siquiera nuestra voluntad, ¿qué da la vida? Es una problemática lacerante por cuanto pone sobre la mesa una evidencia aún más profunda, que llevamos muchas veces escondida, que casi nos parece inenarrable: la vida no depende de nosotros, hay una gratuidad última, una especie de don, misterioso, que hace que las cosas sean más allá de nuestra querencia. Pero entonces ¿en qué consiste el vivir y el significado de cuanto acontece? Las decisiones de Leonard y la realidad a la que se enfrenta ponen de relieve lo humano, lo que nos hace ser verdaderamente quienes somos. La posición vital de Leonard está antes de su capacidad de poder recordar, él decide manipular lo real antes de poder o no acordarse, parecería que el yo, está incluso antes que la propia capacidad de “darse cuenta”.
No pretendemos responder, porque probablemente no haya respuesta más que en la experiencia. En palabras de Benedicto XVI: "Nadie puede decir: Tengo la verdad. [...] Es la verdad la que nos posee ¡es una cosa viva!. No la poseemos, sino que es la verdad misma la que nos aferra." La película está basada en una historia del hermano del director, Jonathan, titulada Memento mori (Recuerda que morirás). El propio título ya estremece, pero no deja de resaltar otra vez la verdad que todos conocemos: moriremos y exigimos un sentido que la realidad debe revelar. En este ciclo queremos acusar las preguntas que nacen, ver cómo en el visionado surgen, ser espectadores de cómo estamos hechos, antes de imponer ningún esquema previo o cálculo de lo ya sabido para explicar clínica o filosóficamente a los personajes. Las preguntas nacen con la misma naturalidad que uno entiende un beso como un bien y un puñetazo como un mal, porque antes que decidamos ya hemos sido hechos. ¿Vale la pena aceptar el desafío de lo real y buscar su significado o cada uno puede establecer un método que le funcione? Incluso en una enfermedad donde la memoria o la propia voluntad queda cercenada ¿es posible ese cumplimiento? y en tal caso, ¿qué lo hace posible?
Marc Massó