Con esta película el maestro Hitchcock entra en la era del color en el séptimo arte. Estrenada en 1948, casi podría decirse que el director busca arrojar luz sobre la tragedia ocurrida en el mundo, pero especialmente en el continente europeo; proponiendo una película que ahonda en los conceptos de tipo filosófico que dieron vida a algunas de las épocas más deleznables de nuestra historia. Es una película peculiar y atrevida, un auténtico reto de dirección y prodigio escénico, pues está rodada aparentemente sin detenerse. El director graba planos-secuencia completos de una sola toma y sin cortes. La idea era grabar la película de forma continua, pero se ve limitado por cortes obligados cada 10 minutos –el máximo de duración de cada rollo de film– que consigue mediante cambios de plano “aparentes”, disimulándolos al pasar la cámara por lugares oscuros como chaquetas de personajes, muebles, etc.
La historia se desarrolla con pocos personajes, en un único escenario y de forma continuada, dando la sensación de una escena teatral. Si bien, los tiempos han de ser condensados para albergar un inicio, el desarrollo de un banquete y su finalización en apenas 80 minutos; lo cual dice mucho de la gran dirección artística y el montaje del mismo. Con ello se consigue centrar constantemente la atención del espectador en el desarrollo de la acción y casi hacerlo un extra más de la película. El tema central se basa en el asesinato –inspirado en una historia real– cometido por dos estudiantes de éxito, Brandon (John Dall) y Phillip (Farley Granger), sobre un compañero suyo por considerarlo un ser inferior.
El argumento se desenvuelve en la fiesta que celebran tras consumar el hecho y en las discusiones filosóficas que tienen con los participantes, cuyo trasfondo es el sustento ideológico que les ha llevado a perpetrar tal atrocidad. Se basan en los principios del superhombre nietzscheano, un ser que es capaz de imponerse a los demás dados unos ciertos rasgos diferenciales que lo hacen superior al resto, pudiendo disponer de ellos según su criterio. Así, el asesinato de los débiles estaría justificado para aquéllos que están por encima de los demás, ya sea por su intelectualidad superior, su raza u otros factores objetivables según la ideología que los defiende. De esta forma, será sólo la voluntad de aquél que se considera superhombre aquello que rija los principios morales de bien y mal. Es decir, la realidad se domeña según el criterio del poderoso.
Se ven otra vez con claridad elementos ya detectados en otras películas de este ciclo. Se tiene por un lado el elemento teológico, pues el acto de quitar la vida da un poder, no análogo, por sí de alguna manera contrapuesto, a aquél que la puede dar, esto es Dios. Por tanto, el superhombre que ocupa el lugar de Dios dispondrá de la realidad eliminándola si es necesario. Así el acto de homicidio se reviste de una liturgia particular: en un ambiente festivo, preparan un altar de sacrificio que es el baúl que esconde el cadáver del amigo sobre el que compartirán la comida –nótese qué acentuado paralelismo hay con la eucaristía cristiana u otros ritos primitivos de sacrificios–, etc.
Por otro lado se ve también con claridad la dinámica del poder, aunque de una forma un tanto paradójica. Vemos como ambos compañeros ejecutan su plan, se sienten superiores y lo celebran, pero a la vez la culpa los carcome –especialmente a Phillip–, sienten miedo en varias ocasiones por si les descubren –por tanto no son tan “poderosos” como creen– y hay una especie de jerarquía establecida en cuanto a intelectualidad, que encontraría la cúspide en el profesor Rupert Cadell (James Stewart) por quien sienten admiración y con quien han aprendido y discutido esos ideales.
Vemos así cómo el asesinato se reviste del elemento artístico, es decir, de alguna manera trascendental; pues el arte pretende desvelar aquello que tras la mera apariencia de la realidad se intuye. Es significativa la dinámica del poder en tanto que ente que “permite la vida”, no la puede crear, pero decide quién puede disponer de ella o no, gestionando y objetivando las personas según su criterio. Además, se establece una distancia clara entre el individuo y la sociedad, la comunidad. Lo público se entiende como enemigo del individuo en tanto que capaz de oponerse a la voluntad propia. Así hay que encontrar la forma en que la gente no interfiera en el propio plan. El otro ya no es aquél con quien y por quien uno vive, sino que deviene en enemigo tras la quimera de autosuficiencia del superhombre. Recuérdese que ya decía Aristóteles que el hombre es un “animal social” en tanto que necesita de otro para ser engendrado y sólo en otro encuentra plenitud, esto es, en la vida comunitaria.
De esta manera, toda la acción transcurre en el apartamento, es decir, un lugar mensurable, controlable, a la merced de los poderosos estudiantes de élite. Se apartan de la gente, que sólo es visible al final, en forma de voces desde la calle cuando se descubre toda la trama. De hecho, al inicio de la película los asesinos lo confiesan abiertamente: “Deberíamos haberlo hecho a plena luz”. Estableciendo una analogía con los salmos bíblicos de la cultura hebrea, cabría afirmar que aquél que está alejado del bien debe actuar en la oscuridad, pero aquél que actúa en la luz, es porque está en la Luz (Dios, el bien supremo). Por tanto, vemos que la voluntad totalitaria es establecer un marco de “luz”, de realidad, cuyo fundamento moral sea lo preconcebido, no la realidad tal cual es. En el caso que nos ocupa, Hitler, como se menciona en la película, sería el ejemplo más claro: la nueva moral dirá que es lícito matar a seres inferiores, algo que también vimos en R.A.F.
Por último cabría resaltar la figura del profesor Cadell, alguien intelectualmente superior a ellos que consigue desentrañar la trama. Hay ahí un elemento interesante y es que Cadell se escandaliza al ver cómo sus propias teorías han sido llevadas a la práctica. Recordando la frase de Goya cuando afirmaba que “los sueños de la razón generan monstruos”, se ve con claridad que la razón alejada de la experiencia concreta es inoperativa, está castrada, pues la singular capacidad del hombre de abrirse a la realidad y entenderla, está indefectiblemente ligada al hecho moral, o dicho con otras palabras, a la adecuación de la propia acción a la realidad. Por decirlo de otra manera, no sirve de nada conocer el fuego y sus propiedades si no nos podemos servir de él para calentarnos y vivir mejor o si por el contrario lo usamos para hacer el mal con voluntad de poder. De hecho, el profesor Cadell tendrá al final la posibilidad de acabar con la vida de sus alumnos al hacerse con un arma, pero no lo hará. Tras haber visto sus teorías llevadas a la práctica, ha entendido que no es él quien puede disponer de la vida de otros, aunque esos otros hayan cometido un acto atroz.
Así el profesor dirá que hay algo en él que le obliga a abominar de lo que sus alumnos han hecho y por tanto a renegar de todo aquello que había defendido. Vemos aquí una vez más la referencia a ese dato previo, aquél que ya señaló Kant y muchos otros antes con otros nombres, hablando del “orden y la belleza instaurada en su interior”, es lo que la Biblia llama corazón, donde está inserida la ley de Dios. Es eso que nos hace humanos, es ese deseo irreducible e inalienable de justicia, de belleza, de bien y de felicidad, infinito, que ha movido y mueve en la historia el ánimo humano. Sólo atendiendo a ese dato y a la realidad tal cual es, uno puede escapar del señuelo de la ideología, de la atracción del mal, de la tentación de creerse autosuficiente y dejar de esperar de la realidad una respuesta a esas exigencias para pasar a imponer la propia. Ninguna voluntad, ya sea de uno sólo o de un pueblo entero, está por encima de la verdad y del individuo. Pues sólo partiendo de que hay una verdad, una forma de conocer las cosas como son y tratarlas bien, así como reconociendo la dignidad y valor absoluto que tiene toda persona humana, se puede construir una sociedad libre en la que el hombre pueda encontrar respuesta a su vida.
Marc Massó