martes, 4 de junio de 2013

Una mente maravillosa

De la mano de Ron Howard, director de películas tan dispares como Willow, Apolo XIII, El Grinch, Cinderella man o El código Da Vinci, llegó en 2001 esta aproximación a la vida de John Forbes Nash, interpretado por un magnífico Russell Crowe, matemático americano enfermo de esquizofrenia que recibió el Nobel de economía en 1994 por su aportación a la teoría de juegos. La cinta se alzó con los Oscar a mejor película, director, actriz de reparto (Jennifer Connelly) y guión adaptado.

La película empieza con un joven Nash (Russell Crowe) recién llegado a la universidad de Princeton para preparar su doctorado. Desde el inicio se nos muestra el carácter introvertido, casi autista, del brillante matemático, alguien que además necesita tener en todo momento las cosas bajo su control, consciente de su enorme capacidad intelectual no puede soportar que otros sobresalgan y considera a la mayoría de sus compañeros (si no a todos ellos) inferiores a él. Muestra de esta convicción es el hecho de que no asiste a ninguna clase, ya que considera que embotan la mente y es más productivo estudiando solo fuera de las aulas. Es en Princeton donde comienza a mostrarse la esquizofrenia que padece, aunque no será consciente de ella hasta varios años más tarde. Charles (Paul Bettany) será el único amigo que Nash se lleve de su estancia en Princeton, y muy a pesar suyo le acompañará toda su vida. A pesar de su brillantez, Nash no consigue encontrar una idea original y única para su tesis doctoral. Le vemos pasarse horas tomando notas mientras trata de encontrar algo que sea digno del genio que él ya considera que es. No hallar lo que busca, ver como otros avanzan en sus estudios y él no, le provoca un sufrimiento atroz ya que no puede soportar la idea de ser superado por otro ser humano. Finalmente la inspiración le llegó, y John Nash se doctoró con tan solo 21 años y una tesis de menos de 30 páginas, sin duda algo al alcance de muy pocos.


Tras su época universitaria, Nash es contratado por una agencia del gobierno para que trabaje descifrando códigos y ayude en la lucha contra la Unión Soviética y la expansión del comunismo, a la vez que debe dar algunas clases en el M.I.T (Massachussets Institute of Technology), algo que no le gusta ya que en su opinión eso es desperdiciar su valioso tiempo. Pero el imprevisto, algo que ni Nash ni nadie puede controlar, a Dios gracias, aparece en su vida en la forma de una estudiante que, por extraño que parezca, se enamora de él. Será en su relación con Alice (Jennifer Connelly) como Nash irá aprendiendo a dar espacio a aquello que no controla y aceptar que probablemente sea eso que él no puede explicar ni manejar a su antojo aquello que puede hacerle realmente feliz. Es su mujer quien le hace darse cuenta de la imposibilidad del método matemático-científico o la incapacidad de la mera razón para explicar la propia vida. ¿Cómo entender el infinito, cómo fiarse de alguien, cómo saber si se puede casar uno con la mujer que tiene delante? Se abre aquí el campo de las certezas morales, que son mostrables mas no demostrables.


Nash entenderá que el verdadero conocimiento no nace tanto de una capacidad deductiva o lógica fuera de lo común, sino de algo mucho más sencillo, que cualquiera puede hacer: fiarse de alguien. En efecto, cuando uno da confianza a una persona, tiene fe en ella, compromete toda su vida a ello. Desde el que coge un ascensor y se fía de que alguien lo habrá construido correctamente hasta el que se casa tras secundar el atractivo y promesa de cumplimiento que se hacen más evidentes frente a una persona. Incluso el conocimiento de toda la matemática y física que Nash posee no nace de él mismo, sino que a su vez él debió fiarse de profesores, libros y millares de testigos y científicos que probaron sus teorías antes que él. De hecho, por paradójico que parezca, la ciencia sin la fe, la confianza, no avanzaría. Es aquí donde se hace más radicalmente patente el paradigma humano. Como hemos afirmado varias veces somos hechos para la alteridad, sólo frente a otro podemos reconocernos y vivir. Por ello, la mayor certeza de Nash no será matemática, sino sobre el amor a su mujer.


Casado con Alice, Nash es requerido para colaborar con el gobierno en una misión secreta para localizar mensajes ocultos de la Unión Soviética en la prensa americana, el hombre que le encarga el trabajo es Parcher (Ed Harris), alguien a quien solo Nash puede ver. Su esquizofrenia no remite si no que va a más (también aparece una sobrina de Charles), y gracias a ello su mujer puede darse cuenta de que algo no funciona correctamente en la mente de su marido. Tras ser visitado por el Dr. Rosen (Christopher Plumier) se confirma la enfermedad que padece y la única terapia posible para mitigarla son unas sesiones de descargas eléctricas y una medicación permanente.

Curiosamente, tanto Charles, Marcee como Parcher siguen siendo tan reales para Nash que no duda de su existencia y sí de lo que pueda decir el médico, a quien considera un espía soviético. La medicación finalmente hace su efecto y Nash deja de tener visiones, pero al mismo tiempo su capacidad creativa se ve afectada y ya no es capaz de destacar en las matemáticas con la brillantez que antes tenía. Era esa increíble capacidad creativa la que hacía resolver fácilmente los más complejos problemas matemáticos pero a la vez fue la que actuando desordenadamente generó las visiones de Charles, Marcee y Parcher en la vida de Nash. No sólo su capacidad para el estudio de las matemáticas se ve afectada por la medicación, sino que también sufre efectos físicos que le impiden “cumplir con su mujer” como él expresa de forma difícilmente más clara. Y es que durante esta parte de la película, vemos a un Nash casi sin vida, un mueble más de la casa que vaga sin ánimo alguno por las diferentes estancias ajeno a todo lo que le rodea. Es precisamente en este momento, donde las interpretaciones de los actores alcanzan su máximo al mismo tiempo que la historia se nos hace mucho más cercana. Entramos, gracias a la brillante Jennifer Connelly, en la dolorosa rutina de alguien que vive junto a un hombre enfermo, sin tener una forma de curarle lo único que puede hacer (y no es poco) es estar junto a él y esperar que algo extraordinario pueda acontecer, como ella misma expresa.


No es para nada baladí la posición de la esposa, pues evidentemente la alternativa fácil es abandonar y dejar en tratamiento psiquiátrico a su marido. Otra vez reducir el sujeto a una enfermedad o una cualidad, objetivarlo, para poder encajarlo en el propio esquema, en vez de darse cuenta del misterio infinito que entraña. Una vez más aceptar el desafío que la realidad presenta y no descartarla a priori. Como ella misma cuenta, quiere abandonar mil veces, pero hay momentos en los que le mira y ve al hombre del que se enamoró. No es pues una resignación, sino una constatación de lo que acontece, por duro que ello sea.

Si en Memento veíamos un hombre que olvidaba constantemente todo lo que le ocurría y su forma de estar en el mundo era la sospecha permanente y el crear la realidad a su antojo para reinventarse constantemente; en la historia de Nash comprobamos que es una compañía el punto fundamental para que uno pueda conocer adecuadamente la realidad.  Es la mujer de Nash, la que estando a su lado y queriéndolo tal cual es, le ayuda a situarse en la posición correcta para distinguir qué es real y qué ficticio. Es su mujer quien poniéndole la mano en el corazón le hace entender un criterio más verdadero que la propia medida cerrada en lo racional: hay cosas que se entienden con el corazón. La realidad es de alguna forma correspondiente al deseo humano en un modo que la propia imaginación –por real que sea– no puede alcanzar. Así, en tanto que el afecto siempre va acompañado de la razón (es razonable), el observador Nash será capaz de darse cuenta de algo que le había pasado por alto inexplicablemente durante años, y es que a pesar del paso del tiempo la sobrina de su amigo imaginario Charles no crece, siempre tiene la misma edad, por lo tanto no puede ser real.


A partir de este momento Nash ya tiene un punto en el que poder apoyarse y poder juzgar si lo que ve existe realmente o solamente es producto de su imaginación, sabe que tiene alguien en quién confiar que le ayude a discernir adecuadamente. Gracias a esta compañía, en primer lugar de su mujer, pero también de un antiguo compañero de universidad, Nash aprende a convivir con esa “realidad” paralela teniendo claro que la que a él le interesa es otra, y tiene de quién fiarse para conocerla. Tras varios años alejado de la investigación, vuelve a Princeton solamente para estar en la biblioteca resolviendo problemas matemáticos; y es precisamente ahí donde otro imprevisto le sale al encuentro de nuevo. Un alumno se le acerca a conversar y le muestra unos ejercicios para ver si puede ayudarle, Nash accede y el número de alumnos crece, de pronto le vemos dando clases y disfrutando con ello, algo que antes era impensable. Un hecho absolutamente extraordianrio.

Así, descubre un gusto por la docencia que le hace ser más él y disfrutar más de la vida. Lo extraordinario ha acontecido, la vida de Nash se torna bella y feliz sin necesariamente curarse de su enfermedad. Una vez más, al igual que en la anterior película, vemos que lo humano, aquello que nos da la identidad no puede ser parcializado a nuestra condición o enfermedad. Por ello, lo que resulta claro en la vida de Nash tal y como se nos cuenta en la película, es que por un lado la realidad se muestra siempre más fascinante, más verdadera que cualquier imaginación pues permite la entrada de lo imprevisto, permite al sujeto no ser preso de sí mismo o utilizando el juego de palabras del filósofo Foucault, no devenir un sujeto “sujeto” por la propia subjetividad.  Por otro lado, que la mayor verdad que da sentido al propio vivir por encima de enfermedades, genialidades, premios, reconocimiento o prestigio es la sencilla aceptación de la ley del amor como un don, algo que nunca podemos fabricar pero que siempre podemos reconocer. Pues si existimos es porque somos amados.

                                                                                                                                Alberto Ribes

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