martes, 22 de mayo de 2012

La delgada línea roja

Con esta película rompió un largo silencio de 20 años el esquivo y particular director estadounidense Terrence Malick. Los que hayan seguido la escasa, pero intensa  trayectoria de Malick ya se habrán percatado de que la naturaleza es un permanente y omnipresente actor en todos sus relatos. Con tintes panteístas y con una fotografía y cámara excepcional, Malick logra dibujar escenas bellísimas en constante contraposición con la acción humana, su repercusión y relación con el mundo natural.

El film narra las vivencias de un grupo de soldados americanos durante la batalla de Guadalcanal en pos del control de un aeropuerto estratégico, desde el cual el ejército japonés pretende tomar el control del pacífico teniendo ventaja de ataque sobre Australia. El objetivo de la película no es simplemente narrar el acontecimiento bélico, sino que profundiza en lo real marcando la contradicción existente entre la belleza de lo natural en todas sus formas y cómo la propia naturaleza se devora a sí misma por la acción humana, que viene sobretodo ejercida por la guerra.

Resulta impresionante cómo Malick consigue introducir elementos de belleza incluso ante la destrucción. Son remarcables escenas donde la luz se tamiza a través de hojas agujereadas por la metralla, conformando un mosaico bello en medio del calvario que resulta del ataque militar a la colina. Es así cómo todo en la película se va hilando y entrelazando, todo lo que sucede remite a otra cosa. La constante voz en off del personaje principal, Robert Witt -James Caviezel-, acusa constantemente el golpe de lo real y se interroga acerca de sus exigencias y sus sentimientos, del sentido de la guerra en un lugar tan hermoso.

De hecho es el único personaje que consigue introducir un punto de paz, un punto de referencia, de tranquilidad, frente a la adversidad en medio del caos y los temores en los que se sumen todos sus compañeros. No deja de sorprender su postura paterna y su mirada conmovida frente al terror que asedia a los demás. Se ve en cómo trata la muerte de uno de sus compañeros cuando éste, de forma estúpida, explosiona su propia granada por error y queda fatalmente herido. Frente a la queja del moribundo pensando que su falta es de novato y su muerte inútil, Witt le acoge haciéndole ver cómo ha podido salvaguardar a toda su compañía y que su vida al igual que su muerte guarda un misterioso sentido, nada es en vano.


Lo dice de forma explícita en uno de los últimos enfrentamientos de la película, donde voluntariamente decide acompañar a dos compañeros suyos en avanzadilla cuando se ve que van a una muerte casi segura: “Quiero estar ahí, por si pasa algo”. Ante situaciones extremas como lo es la guerra, la necesidad humana de significado, belleza y afecto es sometida a una durísima prueba. Ello se hace explícito en diferentes binomios de personajes que sin ser antagónicos, presentan distintas formas de vivir lo que sucede.

Ante el horror de la guerra es necesario reconocer que una mirada como la que mantiene Witt es imposible si no hay una experiencia que lo sustente. Por ello, la película empieza con las vivencias de paz y harmonía de las que goza el protagonista tras una escapada a una de las islas donde convive con los nativos durante un tiempo, antes de que los marines le encuentren y le hagan volver para entrar en combate. Ello junto con el dolor por la muerte materna a temprana edad, que según él mismo cuenta, le acompaña toda su vida en forma de interrogante permanente, hacen de Caviezel un personaje atípico, pero necesario, como un faro en medio del mar. Witt está constantemente con una pregunta ante lo que ve delante suyo, no se conforma con aceptar las cosas y seguir, tiene claro que él es exigencia de conocimiento, de verdad; él ha visto otra vida y desea constantemente regresar a ella.


Tanto es así, que esta relación cambia hasta a su superior, Edward Welsh -Sean Penn-, que tras diversas conversaciones con Witt admite que le gustaría poder mirar la realidad con su lente. Welsh es un hombre formado en la guerra, cuya única defensa frente a lo atroz, ha sido la reducción del deseo de bien y belleza hacia un cinismo con reflejos nihilistas, que le hace simplemente actuar y cumplir órdenes; aún sabiendo que éstas no son sino otras falsas sombras de la malicia humana –véase su intervención ante el discurso del capitán Charles Bosche (George Clooney)–. Sin embargo, la forma en que actúa refleja que en el fondo, ese escepticismo no es su verdadera postura, por ejemplo cuando atiende a un soldado herido que no va a sobrevivir -¿para qué ayudarlo arriesgando su vida si no hay salvación?-.

Otro binomio que muestra la farsa que resulta ser la operación y la guerra en sí, es el formado por el teniente coronel Gordon Tall –Nick Nolte– y el general de Brigada Quintart –John Travolta–; donde el primero busca sólo el reconocimiento por sus méritos, que si bien justo, le lleva a ser un personaje cada vez más deshumanizado; mientras que el segundo es un ejemplo del éxito mediante la corrompida jerarquía militar. Su fugaz relación se reduce a un diálogo en el que ni se miran, pero donde todo queda dicho. Otros personajes como Geoffrey Fife –Adrien Brody– viven atenazados por el miedo y son incapaces de percibir adecuadamente lo que sucede, diríase que no entienden, sólo actúan y muchas veces olvidando factores de lo real.

Otro de los personajes principales es el Capitán Staros (soberbio Elias Koteas), el cual protagoniza un durísimo enfrentamiento con el Coronel Tall al desobedecer una orden directa de éste por defender la vida de sus hombres, ya que todo indica que iban a una muerte segura. Vemos claramente que lo que le mueve en primer lugar es un amor sincero por sus soldados y que busca por encima de todo su bien, aunque ello le cueste su carrera militar. Sus hombres, al despedirse de él, le agradecen que se haya preocupado por ellos, que les haya cuidado, en medio del horror de la guerra han descubierto, en la forma de ser tratados y mirados por su capitán, que la vida tiene un valor por sí sola, y que el mayor atractivo y la mayor autoridad a la que seguir es un hombre que vive así.


A destacar está también el soldado John Bell –Ben Chaplin-, cuya confianza en el amor de su mujer y el volver a verla, mantiene en él la llama de la esperanza haciéndole uno de los personajes más humanos del batallón. Si bien, al final ese amor se demuestra insuficiente. Otra forma ésta, quizás, de ahondar en dónde reside la esperanza de uno y qué permite encontrar certezas que sean sólidas y estructuren la propia vida. ¿La esperanza de Bell depende sólo del amor a su mujer, que se ve truncado, o puede reposar en algo más que no excluya, sino que precisamente incluya ese amor?

Es una película larga con infinidad de matices y sería osado intentar observarlos todos en una sola crítica, por lo que destacaremos sólo uno más, de sumo interés. En otra genial muestra de amalgama de elemento y significado, Malick utiliza el agua, sustancia necesaria para la vida, para ejecutar una alegoría de la deshumanización de los personajes. Según los soldados suben la colina y conquistan territorio, se van quedando sin agua. Héroes de combate como John Graff –John Cusack– hacen explícita la necesidad de parar y aprovisionarse de ella, pero la conquista posterga el hecho. Ello hará que tal como van subiendo, los personajes van siendo menos humanos, su radicalidad y animalismo van en aumento y la cúspide llega con el asalto brutal al campamento nipón. Lejos de quedarse en la mera constatación material de que uno necesita hidratarse para proseguir, el director desvela cómo si uno no bebe de una fuente de vida, si no tiene en sí el elemento que le permita vivir, su comportamiento llega a ser incluso peor que el animal, pues utiliza su libertad para destruir todo aquello que le rodea.

Puede decirse que la imagen final, bellísima, invita a la esperanza, pues en otro alarde de captación de lo natural –durante el rodaje no se utilizó luz artificial– se muestra un fruto que empieza a echar raíces, en medio de la misma playa en la que se lleva a cabo el desembarco –el mal–, dando pie a un nuevo inicio bueno. Así el director muestra cómo siendo el hombre misteriosamente algo más que la naturaleza (por su capacidad de ir contra ella, por la libertad, por la pregunta por el sentido), su disociación para con ella es inviable; pues es renunciar a sí mismo y ello lleva a la propia destrucción. Podría decirse que el conocimiento de la naturaleza no puede ser nunca meramente utilitarista, es decir, dominarla para darle uno mismo la finalidad, el significado; sino más bien un reconocimiento de su significado implícito y último, que permita tratar todo lo real correctamente, lo cual lleva a su vez, al justo interrogante por el sentido de cuanto hay, que mantiene al hombre en la adecuada espera y búsqueda de aquello que da consistencia a todo.

La delgada línea roja de alguna forma deconstruye el cine bélico y crea algo totalmente nuevo, su ritmo pausado y su infinidad de detalles hacen de ella una película para ser observada y disfrutada sin prisa. Malick no ha querido contar una historia de buenos y malos, ha venido a hablarnos del hombre y de cómo la búsqueda de significado y plenitud está presente en todo ser humano, pero depende de su libertad el decidir si se mueve para encontrarlo o si decide vivir cínicamente y ahogar el grito que nace constantemente en su corazón.