martes, 28 de mayo de 2013

Memento

Empezamos el ciclo realidad-ficción con esta interesante película de Christopher Nolan estrenada en el año 2000. En este ciclo partiremos del deseo de verdad que alberga todo hombre para explorar en qué forma la realidad se demuestra adecuada como respuesta y de qué modo la aventura de la interpretación que se suscita en cuanto uno la vive, permite llegar o no a un mayor cumplimiento. En tanto que humanos y por tanto limitados, conocemos lo real de forma mediada, es decir, a través de los sentidos y de nuestras percepciones. Asimismo, modificamos lo real y lo hacemos nuestro mediante procesos psicológicos más o menos complejos que nos permiten entender y dar sentido a cuanto acontece. Ello ha sugerido a lo largo de siglos debates acerca de si existe la verdad, qué es, si se puede conocer realmente o todo se reduce a interpretaciones. El debate sigue sin duda vigente, y de hecho occidente aqueja de una crisis humana y moral que se enraíza en lo más profundo de un pensamiento relativista que desnorta todo aquello que antaño se había considerado pilar fundamental de su cultura.

En su segunda película Nolan ya da sobrada muestra de su maestría a la hora de hacer del espectador casi un personaje más de sus películas. Hay quien entiende que sus historias son ambiguas o juegan con la incertidumbre para generar esa reacción en los espectadores. Sin embargo, nosotros coincidimos con el director en que “hay una verdad y un visionado atento de la película conduce a ella”. En este caso, Nolan logra meter al espectador en la piel del protagonista con un peculiar montaje: la película es un constante sucedido de analepsis que van mostrando las causas de lo que se observa, en vez de sus consecuencias. Asimismo intercala escenas en blanco y negro que pertenecen al pasado pero que se suceden en orden correcto, juntándose en un determinado punto con las escenas en color, que representan el presente (aunque hacia atrás). De esta forma, la línea temporal de la película es inversa, empezando por el final (en color) y un punto en el pasado (blanco y negro) que se juntan en el medio (que será el final del film).

Ello provoca en el espectador una sensación parecida a la del protagonista, donde constantemente no entiende lo que está sucediendo porque no recuerda el pasado (en el caso del espectador el pasado es lo que está por venir). La película trata sobre la vida de Leonard (Guy Pierce), un hombre que tras un asalto a su casa sufrió un golpe que lo dejó con amnesia anterógrada. Esta particular discapacidad hace que recuerde todo lo previo al momento del accidente, pero que sea incapaz de fabricar nuevos recuerdos. Por tanto, toda la memoria a corto plazo es constantemente borrada, como si le hicieran un “reset” mental y volviera siempre al mismo punto tras un determinado lapso de tiempo.

Leonard tiene un objetivo en la vida, acabar con uno de los asaltantes a su casa que lo dejó en esta situación y que además violó y asesinó a su mujer. A tal efecto, asumirá un método para poder recordar y establecer una serie de rutinas que le permitan vivir. A base de tatuajes en el cuerpo, fotografías y notas de todo tipo establecerá las bases para suplir las carencias de su memoria. Aflora aquí uno de los primeros factores que asalta la conciencia del público: ¿en qué consiste nuestra identidad, qué nos permite ser quienes somos? En efecto, la memoria nos permite hacer nuestro aquello que vivimos, recordar nos da la capacidad de identificarnos con aquello de lo que hacemos experiencia y valorarlo en nuestro ser. Parece que a Leonard (y al aturdido espectador que no entiende el porqué de la acción que está viendo) se le ha incapacitado para ello. De esta forma, Leonard es absolutamente dependiente de las personas con las que se encuentra, pues son las únicas que le permiten explicarse a sí mismo y lo que sucede.

Sin embargo, todas las relaciones están bajo sospecha, Leonard mismo ha de recurrir a sus notas y fotografías constantemente para cerciorarse de quién es Natalie (Carrie-Anne Moss) o si Teddy (Joe Pantoliano) dice la verdad. Aquí hay una curiosa paradoja: Leonard pretende ser independiente con el método de acción por instinto a través de lo que se va anotando y que ha creado él, pero choca con su incapacidad de hacerlo solo y necesitar constantemente de otros. Casi sería como decir que el otro es más real que él mismo, pues él es incapaz de recordar cómo ha llegado donde está. Se desvela aquí el segundo factor importante: el otro como factor necesario para la identidad del propio yo. Yo sólo soy yo porque hay un tú. Somos seres relacionales, animales sociales que diría Aristóteles, por tanto, nuestra vida (su origen y su fin -en ambos sentidos de la palabra-) sólo tiene cabida en relaciones de amor que nos generan y que generamos, dando sentido a nuestras vidas. Además, siguiendo con Aristóteles, el ser humano no se entiende sin una morada, un lugar al que pertenece. Por eso la soledad de Leonard y su pretendida independencia acaba siendo lo que le incapacita para recuperar, verdaderamente, su identidad; pues está encerrado en su mismidad, máxime en tanto que está aquejado por su particular amnesia. Es él mismo el que decide huir de su casa y quemar los recuerdos de su esposa.


En la película el factor amoroso queda velado por el hecho de que no son relaciones de amistad verdaderas, es decir, su lógica no es el amor, sino más bien la utilitarista como se demuestra en varias ocasiones, a pesar de que, con todo, hayan gestos de gratuidad en ciertos momentos. Es curioso ver cómo Leonard cambia su discurso, es decir, la visión que tiene de sí mismo. Mientras que al inicio explica su vida con frases como “que no recuerde las cosas no quita sentido a mis actos” o “los recuerdos no importan si tienes los hechos”, vemos cómo al final será él mismo quien use los hechos para cambiar sus recuerdos. En cierto sentido es verdad que un hecho, un acontecimiento, es algo objetivo, más allá de lo que sea capaz de recordar o de interpretar uno (como se demuestra con los testigos y las pruebas en los juicios ante la ley); pero no es menos cierto que en la propia vida, la posición vital de uno será la que permitirá o no que esos hechos sean en efecto relevantes o no.

Como se ve al final gracias al diálogo con Teddy, Leonard descubre que ya había matado al hombre que violó a su esposa, que de hecho ella no estaba muerta y que fue él mismo el que la mató, al estilo de la historieta de Sammy Jankis (Stephen Tobolowsky); que él mismo creó para esconder la horrible verdad de que fue su esposa la que se suicidó asistida por él, aunque inconsciente, debido a su enfermedad. Fue el mismo Leonard el que quitó ciertas páginas del informe policial, se tatuó pistas ambiguas o falsas para proseguir la ya ficticia búsqueda y el que decidió no creer al único que conocía la verdad, el policía Teddy. La mentada ambigüedad reside en que cabría la posibilidad de que fuera Teddy el mendaz, dentro de la trama utilitaria y de mentiras que hay entre los personajes. Sin embargo, creemos que son prueba suficiente para desdeñar esta interpretación el monólogo final y ciertas imágenes, como la fugaz transposición de Leonard por Sammy en un fotograma en el psiquiátrico o la visión final de Leonard donde el espacio de su cuerpo reservado a la anotación del cumplimiento de su misión aparece tatuado con “I made it”.

¿Por qué Leonard decide seguir con la mentira? Probablemente para que su vida no pierda el sentido. Además en Leonard, el proceso resulta fácil, no ha de moldear constantemente lo real inventándolo todo, basta que haga los cambios justos y su desmemoria hará el resto. Sería el arquetipo del narciso nihilista, un ser sólo centrado en sí mismo (aún con el propósito vengativo de su esposa) para el que la realidad no alberga una verdad, sino que es él quien da el significado de las cosas. En efecto, parafraseando a Nietzsche, no existen hechos, sólo interpretaciones. Nótese el cambio de posición con respecto a la anterior frase del protagonista. Así pues, a Leonard le basta con que su método funcione, que dé sentido a sus acciones, más allá de que sea real o no, es decir, verdadero. No obstante, quedarse aquí sería cuando menos injusto. Es cierto que estamos hechos para la verdad, que uno se siente como liberado cuando al final de la película todo cobra sentido, pero no es menos cierto el sentimiento de desproporción que se siente ante la condición de Leonard. ¿Es la memoria lo que nos define, qué nos hace humanos, hasta qué punto la vida vale la pena ser vivida?

Son preguntas que no tienen solución fácil, inconmensurables, pero que no por ello hay que dejar pasar, por la inexorable evidencia con que se muestran. El sentimiento recuerda al que describimos tras el visionado de Million Dollar Baby, donde el destino de la protagonista parecía desvanecerse ante su nueva condición. Sería imposible afirmar que Leonard no es humano por el hecho de no poder recordar, por tanto si no es la memoria, si no es el propio método de hacer las cosas, ni tan siquiera nuestra voluntad, ¿qué da la vida? Es una problemática lacerante por cuanto pone sobre la mesa una evidencia aún más profunda, que llevamos muchas veces escondida, que casi nos parece inenarrable: la vida no depende de nosotros, hay una gratuidad última, una especie de don, misterioso, que hace que las cosas sean más allá de nuestra querencia. Pero entonces ¿en qué consiste el vivir y el significado de cuanto acontece? Las decisiones de Leonard y la realidad a la que se enfrenta ponen de relieve lo humano, lo que nos hace ser verdaderamente quienes somos. La posición vital de Leonard está antes de su capacidad de poder recordar, él decide manipular lo real antes de poder o no acordarse, parecería que el yo, está incluso antes que la propia capacidad de “darse cuenta”.

No pretendemos responder, porque probablemente no haya respuesta más que en la experiencia. En palabras de Benedicto XVI: "Nadie puede decir: Tengo la verdad. [...] Es la verdad la que nos posee ¡es una cosa viva!. No la poseemos, sino que es la verdad misma la que nos aferra." La película está basada en una historia del hermano del director, Jonathan, titulada Memento mori (Recuerda que morirás). El propio título ya estremece, pero no deja de resaltar otra vez la verdad que todos conocemos: moriremos y exigimos un sentido que la realidad debe revelar. En este ciclo queremos acusar las preguntas que nacen, ver cómo en el visionado surgen, ser espectadores de cómo estamos hechos, antes de imponer ningún esquema previo o cálculo de lo ya sabido para explicar clínica o filosóficamente a los personajes. Las preguntas nacen con la misma naturalidad que uno entiende un beso como un bien y un puñetazo como un mal, porque antes que decidamos ya hemos sido hechos. ¿Vale la pena aceptar el desafío de lo real y buscar su significado o cada uno puede establecer un método que le funcione? Incluso en una enfermedad donde la memoria o la propia voluntad queda cercenada ¿es posible ese cumplimiento? y en tal caso, ¿qué lo hace posible?

Marc Massó

domingo, 26 de mayo de 2013

El indomable Will Hunting


En 1997 dos amigos de la infancia, Matt Damon y Ben Affleck, se llevaron el Oscar al mejor guión original por esta película. Fue el año en que una película de cuyo nombre no quiero acordarme recibió más premios que “Mejor Imposible”, “L.A. Confidential”, “Full Monty” o la que nos ocupa en esta crítica. Como suele suceder, el criterio de la Academia no siempre es el más acertado. La buena noticia es que al menos se reconoció el excelente guión del dúo Damon-Affleck y la brillante interpretación de Robin Williams.

Will Hunting (Matt Damon) es un joven con un talento muy especial, tiene una asombrosa capacidad de aprendizaje y memorización, así como una brillante intuición para entender y resolver problemas matemáticos realmente complejos, pero el estudio es para él un pasatiempo, no una forma de conocer mejor la realidad y entender qué tiene que ver todo con su vida. Will se dedica a ir de bar en bar con su grupo de amigos, meterse en problemas con la ley y trabaja limpiando el M.I.T (Massachussets Institute of Technology), una de las facultades más prestigiosas del mundo. Un día el profesor Gerard Lambeau (Stellan Skarsgard), ilustre matemático ganador de la medalla Fields, plantea a sus alumnos un problema, Will escribe la solución en la pizarra del pasillo de la facultad pero sin mostrarse. Este hecho crea una expectación tal que lleva a Lambeau a plantear otro problema más complicado si cabe, que él y sus ayudante tardaron años en solucionar; de nuevo Will lo resuelve pero esta vez es cazado in fraganti mientras escribe la solución. Después de una pelea callejera, el joven Hunting es condenado a prisión, pero Lambeau le ofrece un trato para poder eludirla, que estudie matemáticas con él y que visite a un terapeuta. Will acepta lo primero pero lo segundo no va con él así que sistemáticamente se dedica a ridiculizar a todos los psicólogos que le ponen delante. Uno tras otro van rechazando seguir tratándole, por ello Lambeau debe recurrir a un amigo, Sean Maguire (Robin Williams), antiguo compañero de universidad con el que hace años que no tiene trato alguno. Maguire no quiere saber nada del tema, pero ante la insistencia de Lambeau decide aceptar ver al chico.


Podemos decir que la película se estructura en relaciones de dos personas, entre los dos viejos amigos Lambeau y Maguire; entre estos y Hunting; entre Will y Skylar (Minnie Driver); y entre Will y Chuckie Sullivan (Ben Affleck). El punto común a todas ellas es el mismo, Will, incluso en la relación entre Lambeau y Maguire, ya que será Will el punto que les permitirá recuperar plenamente su amistad.

La primera sesión entre Will y Maguire no es muy diferente a las que ha tenido anteriormente con otros psicólogos, va poniendo a prueba a Sean, lanzando preguntas de las que ya tiene una respuesta y planteando juicios sobre su vida como si ya supiese exactamente a quién tiene delante. En un momento determinado Will empieza a teorizar sobre la vida de Maguire mientras observa un cuadro que éste ha pintado, hasta que llega demasiado lejos y se encuentra empotrado literalmente contra una pared, algo del todo inesperado para él. Pero lo que realmente es diferente a todas las anteriores sesiones es que Maguire pudiendo dejarlo estar y no volver a ver a Will, le cita para otro día. Este punto es crucial: por primera vez alguien se interesa por la vida de Will, no por su extraordinario talento ni por su hoja delictiva, sino por él.

La segunda sesión entre Maguire y Hunting es probablemente el punto de inflexión de la película y uno de los mejores discursos de la historia del cine. Después de haber visto cómo es Will y cuál es su forma de juzgar la realidad, Maguire le plantea una serie de interrogantes sobre cuál es la forma adecuada de acercarse a conocer algo y le da directamente en la línea de flotación. Will tiene datos, tiene toda la información del mundo sobre casi cualquier tema, solamente debe pasarse un rato leyendo un libro para convertirse en un experto; pero todo eso no basta, no es suficiente para conocer realmente y poder juzgar adecuadamente. Le falta la experiencia, le falta poner en juego toda su persona implicándola en aquello que quiere conocer, ya sean las matemáticas, una relación con una chica o con un amigo. Tal y como le dice Sean, nadie puede saber quién es Will Hunting, lo dura que ha sido su vida siendo huérfano, solamente leyendo Oliver Twist. Un libro no basta para definirle. Pero lo maravilloso de Maguire no es que sea capaz de noquear a Will, de dejarle sin palabras, lo grandioso es que él no quiere aplastarle para afirmarse más a sí mismo, él quiere realmente conocer a Will y sabe que eso no es posible si la libertad de éste no se mueve, por ello Sean termina su discurso pasando la pelota a Will, invitándole a hacer una camino juntos.

Si algo sabe Maguire es que todo camino educativo requiere unos tiempos y que sin que se mueva la libertad del que tenemos delante es imposible que exista tal camino. Por ello, respeta los tiempos de Will, y de esta forma es capaz de quedarse sentado con él en silencio a la espera de que decida empezar a hablar. Sea más o menos tiempo el que tarde, Maguire sabe que no puede forzar nada, solamente puede estar ahí para cuando Will decida hablar, aunque empiece explicando alguna cosa aparentemente sin importancia, que es lo que sucede. Y aquí tenemos otra genialidad de Sean: Will le explica un chiste y él lo recoge dándole pie a empezar a hablar de otras cosas. De esta forma Will le explica que está quedando con una chica pero que va a dejar de verla porque no quiere descubrir que no es perfecta. Así muestra su miedo a ser rechazado, algo que ha marcado su vida. Sean a su vez se abre a Will y le habla de su mujer, de cómo era, cuándo la conoció o qué echa más en falta; mostrando de esta forma que él no está ahí para salvar a Will, sino que ese chico es un bien para él ya que en su compañía y poniendo todo su yo frente a él, ambos crecen.


El profesor Lambeau no es exactamente la antítesis de Maguire, no creemos que la película quiera caer en maniqueísmos de bueno-malo. Se interesa por Will, ve en él una genialidad fuera de lo normal y ante un hecho tan extraordinario quiere pegarse a él para saber más. Pero su forma de acercarse a Will se queda en eso, en conocer mejor y aprovechar el don que tiene, no va más allá, no se convierte en un interés real por él y su vida. Lambeau es una eminencia, un hombre para el cual las matemáticas son su vida, toda su vida está dirigida a ellas y por ello al encontrarse con uno que es mejor que él le genera una frustración y una angustia que no le dejan dormir, hasta llegar al punto de desear no haber conocido nunca a Will, no haber sabido de su existencia. Pero la película ofrece una salvación para Lambeau, y se le da en la recuperación de una amistad que había desaparecido, o quizás en la transformación de lo que una vez fue una cierta simpatía o un simple estar juntos en algo superior, una auténtica amistad. Y esto se lo da su relación con Sean Maguire, el que fue su compañero de habitación en la universidad, el que le conoció antes de ser el prestigioso profesor que hoy es. La entrada de Will en las vidas de ambos hace que afloren de nuevo las viejas discrepancias y propicia que después de muchos años sean sinceros el uno con el otro y miren juntos lo que de verdad importa.


Chuckie es el mejor amigo de Will, es alguien sencillo, trabaja en la construcción y le  busca trabajos a su amigo. Sin duda es el líder del grupo, no por listo sino porque es el que tiene la actitud más paternalista de todos. A pesar de sus formas, se preocupa de verdad por los que se suben a su coche, él es quien conduce y cuida de ellos. No es el más listo, pero tiene el corazón suficientemente despierto para reconocer la posibilidad de que la felicidad de su mejor amigo pueda estar lejos de él, y no sólo se da cuenta de ello, sino que se lo dice a Will para que éste sea consciente de que puede hacer algo más que picar piedra en la construcción. El hecho de que Chuckie sea capaz de anteponer su felicidad inmediata (el estar con su amigo tomando cervezas y jugando a los dardos) por la felicidad de su amigo, le convierten en pieza clave para que Will aprenda y decida mover su libertad de la forma más adecuada.


El último binomio es el de Skylar con Will, el resultado sería muy distinto si faltase cualquiera de ellos, ya que sin estar enamorado de Skylar, sin sentir ese vacío y esa soledad al dejarla, Will no percibiría tan claramente la urgencia de una respuesta y un  significado para todo lo que le están provocando el resto de relaciones. Ella es la que le reclama más fuertemente a un compromiso, consciente de que existe la posibilidad de que las cosas no acaben como ellos esperan pero sabiendo que eso no significa que no acaben bien. La respuesta de Will será en un primer momento dejarla, seguir como siempre ha hecho, alejando a las personas cuando se están acercando demasiado, apartándose antes de que puedan causarle dolor, siendo él el dueño de su destino (valiente estupidez). Pero todo eso ya lo ha hecho antes, ya sabe lo que es, conoce exactamente lo que obtendrá con ello, pero con Skylar ha percibido algo distinto, una promesa de felicidad por la cual merece la pena dar la vida. En el plano final vemos muchas cosas, por primera vez en su vida Will sale de Boston, dirigiendo su coche al horizonte, empezando a vivir. No sabemos si finalmente Will recupera a Skylar, pero eso no importa, su felicidad ya no depende de eso.


                                                                                                                           Alberto Ribes  


miércoles, 22 de mayo de 2013

Profesor Lazhar

Con esta película de producción canadiense, Philippe Falardeau nos dejaba en 2011 una bonita pieza de buen cine e interesantes personajes. Siguiendo nuestro trazado educativo, tras observar algunas de las principales características de la aventura de la enseñanza, el fenómeno epistemológico como acontecimiento en lo humano y habiendo afrontado con crudeza el estado de la cuestión en cuanto a defectos se refiere; nos trasladamos ahora a un ambiente amable, corriente, contemporáneo a nuestra vida. La escuela a la que llega Bashir Lazhar (Mohamed Fellag) es una escuela adecuada, tranquila, con buenos docentes, en un barrio normal, que deja entrever una vida más o menos acomodada, de lo que llamaríamos clase media, fruto del estado de bienestar occidental. Un lugar fácilmente identificable por cualquiera. Sin embargo, ya al inicio la película golpea con ese imprevisto que entra de repente en nuestras vidas, con la misma dinámica inesperada del que recibe una fatal noticia o el que se enamora, las cosas más importantes parece ser que así suceden.

La profesora Martine ha decidido suicidarse colgándose en su clase. El testigo de la tragedia será Simon (Émilien Neron) uno de sus alumnos. El suceso conmociona por entero a la escuela que rápidamente pondrá en marcha los mecanismos modernos para lidiar con tales circunstancias: se pintará de nuevo la clase, se quitará todo lo que recuerde a la fallecida profesora, se buscará un profesor sustituto, se contratarán psicólogos para los alumnos y se establecerán pactos no escritos acerca de omitir el asunto en la medida en que se pueda para no generar más violencia y malestar del que ya pueda haber. Vemos aquí uno de los primeros rasgos de la postmodernidad: no se afronta el hecho, se intentan cambiar las circunstancias para pasar por su superficie. Tal es el pánico frente a las preguntas últimas que la realidad suscita que se omiten, muchas veces de una forma casi inconsciente e incluso con buenas intenciones. Las excusas del tipo “por el bien de los niños”, “para ahorrar sufrimiento”, “no molestar”, están siempre disponibles en el escaparate de la vacuidad de respuestas.

Ciertamente, vivimos unos tiempos donde lo humano, la pregunta por el significado de las cosas, la densidad de la existencia y la aventura cognoscitiva de lo real en su totalidad –no sólo a un nivel técnico o instrumental–, nos ha dejado absolutamente huérfanos de una integridad con la que poder vivir la vida en plenitud. Paradójicamente, una sobrestimación de lo racional y lo empírico, de todo lo mensurable y acotable por la ciencia –esa nueva deidad–, que lleva engrandeciéndose desde la Ilustración, ha acabado por cercenar de cuanto acontece todo lo que quede fuera de su ámbito. Así, en vez de profundizar en el sentido de una muerte injusta e incomprensible como ésta (la depresión a la que se hace referencia no es razón suficiente, siguen habiendo muchas incógnitas), se intenta paliar con apósitos variopintos como los mencionados. Sin embargo, como muestra la película y venimos viendo en este ciclo, la mera psicología, el cambio de un programa o una mejor condición ambiental o de recursos no borran la problemática. Sólo la adormecen, de una forma que se nos antoja perversa, pues una herida no sanada se encona y puede acabar afectando a todos los demás miembros. Piénsese tan sólo, cómo sería el desarrollo adolescente de Simon si nadie le permitiese mirar a la cara su drama como sucede al final del film, qué clase de persona podría llegar a ser sin resolver una herida de infancia como la que lleva.

La historia narra la vida durante medio curso de un profesor argelino que llega a Montreal huyendo del horror del terrorismo y la ausencia de libertad en su país. La película es bella por muchos aspectos, pero sobretodo por su falta de maniqueísmo y su absoluta naturalidad a la hora de tratar las vidas y contextos de los personajes. Sin entrar en una crítica categórica o exagerada, va resaltando factores de lo real y mostrando su validez frente a lo que implican para la vida humana. Se notan temas de actualidad como el choque cultural, pues las costumbres de Argelia son francamente distintas a las de Canadá, lo cual causa ciertas diferencias al inicio. Bashir es un hombre que llega de un país tradicional, con las limitaciones características del medio oriente, donde lamentablemente se siguen imponiendo lógicas de poder violentas, pero que por el contrario, se resiente menos del nihilismo y el relativismo moral del que aqueja occidente (aunque sea a costa de otros extremos), por decirlo de un modo sintético y simple si se me permite. De hecho, huye bajo las amenazas de grupos fieles al poder que asesinaron a su esposa e hijos por criticar a la élite gobernante. Se adivina aquí incluso una ligera crítica, si cabe más profunda. Desde el momento que su mujer es profesora, no sería descabellado trazar la analogía que lo que una lógica de poder quiere es aniquilar precisamente la educación, pues en tanto que es aquello que permite formar personas verdaderamente libres; es lo que impide que éstas sean dominadas.

Si bien el rasgo fundamental de la película es la humanidad y sencillez de los personajes, no dejamos de detectar los indicios que hemos venido comentando con anterioridad en las películas propuestas. El menor nivel exigido a los alumnos, el cambio constante del programa educativo, la falta de libertad de los profesores en materia docente (hay que ceñirse al programa), la importancia de la implicación de los padres en el colegio, la paranoia sobre el pederasta que lleva a normativas de “contacto cero” con los alumnos, etc. Pensamos que no es casual que la niña más despierta de la clase, que además hace gala de una madurez inusitada para su edad, Alice (Sophie Nélice), sea una voraz lectora. Sin duda, formarse no es una cuestión sólo de inteligencia, sino de pasión por lo real. También vemos una referencia a lo que ha venido en llamarse la comprehensive school, un tipo de pensamiento sobre la educación fundamentado en la creencia que el niño y sus necesidades deben prevalecer y direccionar el plan educativo (las mesas en semicírculo, las actividades fáciles y conjuntas…). Aquí hay un punto de debate interesante que intentaremos fomentar con la misma objetividad con que lo hace la película. Es un tipo de pensamiento que parte de una idea justa, que es la necesidad del niño, pero que corre un grave peligro interpretativo. Entre otras cosas, porque dicha filosofía educativa nace de una forma más o menos reaccionaria frente a los totalitarismos y fracasos sociales y morales del siglo XX. Así, como en un resorte, se corre el riesgo de pasarse al otro extremo.

Tras cierto estigma por los abusos cometidos en materia educativa en correccionales como los vistos en Les choristes y por la ya mentada debilidad de certezas morales de occidente al venirse abajo su esplendor, autofagocitado por dos grandes guerras; se instala un criterio de juicio basado muchas veces en lo simple o sentimental, siempre ligado al sentir del sujeto. Así, desde edades muy tempranas (donde las más de las veces el niño no puede ni escoger porque para ello, entre otras cosas, debe formarse), se instaura el criterio de que es el alumno el que deberá decidir qué le conviene o no. Ya sean créditos variables, asignaturas de libre elección o actividades que no supongan una desmotivación del alumno, asumiendo las repeticiones de exámenes que hagan falta y la mediocridad de resultados para no defraudar al discente. El otro extremo, donde sólo una norma estricta y la evaluación según meros resultados sería igualmente nociva, como ya vimos. De este modo, con naturalidad pasmosa, la película nos introduce al espectáculo de ver cómo Bashir exige más de los alumnos y éstos, en efecto, lo dan. No sólo eso, sino que están más contentos y motivados. A la par, se observa cómo Bashir reconoce la necesidad de interacción con el alumnado, tras presenciar la potencia de color y creatividad que muestra la clase de su compañera Claire (Brigitte Poupart).
En la misma línea se vislumbra aquí otro punto de interés, por su realismo. El conocimiento mayor de su compañera le hace entender mejor a Bashir cómo ésta conecta más con sus alumnos al hacerlos partícipes de sus múltiples experiencias (es una mujer que ha viajado mucho y lo comparte con sus pupilos). Sin embargo, se ve que la mera acumulación de experiencias pueden hacer más interesante a la profesora, pero no por ello más decisiva frente a los chavales. En el sentido que venimos indicando, no es más capaz de vivir bien quien ha vivido más (ha probado más cosas o ha experimentado más), sino aquél que ha entendido, es decir, que lo que ha vivido lo ha hecho hasta el fondo. Mientras que la profesora rehúsa hablar constantemente del “asunto” del suicidio, en Bashir la pregunta está abierta de par en par, sin duda, acuciada por el reciente fallecimiento de sus seres queridos. Ello será el catalizador que le conectará hasta lo más hondo con sus alumnos, generando unos vínculos en la clase que difícilmente éstos olvidarán. Ello recuerda mucho a Detachment, donde también sin poseer una respuesta o una solución, se ve que la diferencia del que se tiene delante viene marcada por su capacidad de afrontar las exigencias de significado del alma humana. De hecho, la imagen final de ambas películas es sorprendentemente parecida. El abrazo como muestra de fraternidad, de conciencia mutua de que el camino vital está ligado a aquel que tenemos al lado y lo comparte, pues sus exigencias son las mismas.

Creemos que otro de los méritos de esta película es alejarse de los tópicos trillados del profesor bueno que llega a la escuela mala y la cambia. La película caracteriza adecuadamente a la directora, preocupada por sus alumnos, pero muchas veces atada a las leyes y burocracias. Muestra a las profesoras comprometidas, con sus aciertos y sus errores (es impagable la sentencia del profesor de educación física hablando de cómo les tiene que obligar a dar vueltas como “gilipollas” porque no se le permite tocar a los niños). Vemos temas fundamentales que se muestran sin problema como la libertad del colegio en materia docente, la unicidad que debe existir en las materias que se imparten (cada año no pueden variar los tipos de pronombres o la historia que se estudia), etc. Incluimos aquí la sentencia que le espetan a Bashir los padres de una de sus alumnas, que frente a las nuevas formas del profesor, se les antoja demasiado inmiscuido en terrenos que no le pertocan. Afirmarán que no debe educar a su hija, sino sólo enseñarle. Como ya hemos visto a lo largo del ciclo eso es un imposible, sólo cabe imaginarlo en un escenario irreal so pena de quitar lo fundamental e intrínseco de la educación que es la transmisión de un significado.

Sin embargo, la pregunta no es baladí. Si nos situamos en un escenario, donde el profesor educase a nuestro hijo con conceptos no acordes a aquello que consideramos adecuado, también cualquiera protestaría. Hay aquí un problema de difícil solución, pues no hay una técnica ni fórmula para remediarlo, ya que se basa en la libertad de las personas. Para apuntar el debate y sin pretensión de resolverlo, creemos que es aquí donde entra la política, en el ordenamiento de lo común, de lo público. Una buena política educativa sería aquélla que primase tanto la libertad de los centros de gestión (para promover su oferta y generar una competencia que premie la excelencia), como la libertad de los padres de elección (para poder elegir la escuela cuyos valores más se adecuen a la visión propia). A ello iría ligado la ya mentada colaboración de los padres en la construcción de la escuela, participando de las actividades, haciendo un seguimiento de las tutorías, proponiendo mejoras o iniciativas a llevar a cabo, etc.

De este modo, Profesor Lazhar es una película que nos muestra con sencillez y esperanza cómo el reto educativo está al nivel de la vida. Sin ofrecer una respuesta al drama del sentido de la muerte, el mero hecho de dejar que en los niños esa exigencia se exprese y tenga cabida les permitirá ser más ellos mismos y madurar. Al fin y al cabo es la realidad la que ofrece las respuestas y si algo compartimos con los niños son esas exigencias inmutables imprimidas en el corazón de bien, justica, belleza y verdad. Una sobreprotección de los chavales y una educación rebajada y poco exigente, no sólo les lleva a tener una peor formación y por tanto a ser menos capaces de tratar adecuadamente lo real –puesto que no lo conocen–; sino que además se les enseña una forma mendaz de relación con las cosas: asumen que éstas no cuestan y que el criterio debe ser la apetencia más que el deseo que se despierta en contacto con cuanto acontece. Sólo un adulto, una autoridad, un profesor realmente apasionado por lo real, verdaderamente humano en el sentido que hemos apuntado, será capaz de estar delante de los chicos sin amedrentarse y éstos captarán con facilidad y rapidez (muchas veces mejor que los adultos) los rasgos de verdad que esa personalidad encierre y se apegarán, dando lo mejor de sí. La tarea y el compromiso que nos queda por delante frente a los chicos es ingente, pero el camino empieza por nosotros mismos. Como Bashir ejemplifica con su fábula al final, si el árbol que debe cuidar y nutrir a la crisálida se seca ¿quién podrá hacer salir a la mariposa?
 
Marc Massó