domingo, 30 de septiembre de 2012

Buscando a Eric



En el año 2009 Ken Loach sorprendió con una película que iba poco en la línea de lo que había realizado hasta el momento. Buscando a Eric, es la historia de Eric Bishop, un cartero de Manchester cuya vida cumple a la perfección la famosa máxima de Murphy de que “si algo puede salir mal, saldrá mal” o “nada es tan malo que no pueda empeorar”. Eric se enamoró muy joven de Lilly, su primera mujer, cuando la conoció en un concurso de baile. Se casaron, tuvieron una hija y Eric las abandonó por un miedo y agobio tan incomprensibles como humanos. Luego se volvió a casar pero esta vez le abandonaron a él y de regalo se quedó con los dos hijos de su segunda esposa, dos adolescentes que le ignoran y sólo le dan problemas. El inicio de la película parte del accidente de tráfico que sufre Eric al ir conduciendo en dirección contraria; un intento de suicidio como única salida posible a todo el drama en el que vive, especialmente por haber abandonado a su primera mujer (de la que nunca ha dejado de estar enamorado) y a su hija.

Dentro de todo este drama existencial que a todas luces puede parecer que justifica sobradamente la depresión en la que vive Eric, encontramos dos aspectos que actuarán como salvavidas. El primero y más importante son los amigos de Eric y el segundo son los momentos (visiones oníricas) que comparte con Éric Cantona. Porque Eric, nuestro cartero, es un fiel seguidor del Manchester United y admira por encima de todo al gran jugador francés, el Rey Éric.

Es extraordinario ver cómo incluso en las peores circunstancias de la vida uno siempre encuentra un positividad si está lo suficientemente abierto a la realidad y si está lo suficientemente acompañado. Los amigos de Eric son una pandilla de hooligans del United (carteros como él la mayoría) que a simple vista no parecen los más capaces para ayudar a nadie. Meatballs, el líder del grupo, ante cualquier duda o problema que la vida le plantee recurre a los libros. Este hecho, aparentemente banal, muestra un anhelo por conocer y buscar un sentido a su vida y a la vez vemos a un hombre que con ese gesto reconoce no tener todas las respuestas pero no por ello se queda parado.


Ante la difícil situación de Eric y con su intento de suicido, Meatballs organiza una sesión de “autoayuda” con todo el grupo, lo cual muestra de forma nada menospreciable una entrañable y verdadera amistad entre ellos. No son amigos para pasar el rato, sino para que la vida sea feliz. De ahí que adopten soluciones tan ingénuas como ir explicándole chistes a Eric para verle sonreir. Parece claro que uno no puede ayudarse a sí mismo, ya que el libro de “autoayuda” lo leen juntos.

Hasta este momento, la película se ha mantenido en un tono totalmente realista. Tras la terapia conjunta de la tropa de hooligans, Eric a solas en su habitación, ante una imagen de Cantona a tamaño real le lanza unas preguntas decisivas: “¿cuándo fue la última vez que fuiste feliz” y “¿quién cuida de ti?”. Y el Rey responde. De la misma forma que James Stewart encontró la respuesta a sus preguntas en la compañía de Clarence, un ángel que debía ganarse sus alas en “Qué bello es vivir”, Cantonà se aparece a Eric para acompañarle. La película destila connotaciones claras del cine de Capra, como se verá especialmente al final.

Los muchos encuentros que se suceden entre los dos Eric son la forma a través de la cual el cartero empieza a hacer cuentas consigo mismo y a enfrentarse a los errores de su pasado junto con los males que inundan su presente. Es muy interesante que estos encuentros con Cantona nunca suponen una evasión de la realidad –aunque suceden siempre entre calada y calada de porros– o un alejamiento de sus amigos y familia, sino todo lo contrario. Eric aprende a confiar más en sus amigos, y a querer mejor a su familia. No deja de sorprender el recurso utilizado por el director –recuérdese que es agnóstico- para introducir el elemento diferencial, el “milagro” o imprevisto que requiere la propia vida para volver a recomenzar partiendo de la miseria.




Loach utiliza, creemos que irónicamente, el doble juego de lo misterioso por un lado, que se plantea a través de lo que a todas luces podrían ser alucinaciones de Eric; y lo excepcional por el otro, que sería la divinización de Cantona; erigido cómo ángel de ese dios moderno llamado fútbol que algunos desdeñan como opio del pueblo y otros lo adoran hasta el punto de crear religiones. Bastaría apuntar como relaciones directas las de autores como Karl Marx afirmando que “la religión es el opio del pueblo” o fenómenos tan contemporáneos como la religión dirigida a Diego Armando Maradona por varios de sus fanáticos.

Entre las muchas cosas que Cantona le dice a Eric hay una que nos parece crucial: “mírate a través de la mirada de alguien que te quiera incondicionalmente”. Es en la mirada de otro que nos quiere de esta forma, como uno puede mirarse a sí mismo sin sentir rencor ni odio consigo por los errores que haya cometido; sino que puede tener una mirada tierna y amable para sí mismo y eso le permite mirar de una forma nueva a los demás. Porque sin una mirada así, que no es una mirada narcisista, uno no puede querer a los demás.

No es narcisista porque el afecto nace de la conciencia de que el propio error y la miseria no son determinantes ni estigmatizantes, sino que más bien, son la condición para uno tomarse más en serio su vida, para volverse más valiente para afrontar sus miedos y su felicidad, para buscar ayuda allá donde su capacidad no llega. Si uno no puede perdonarse a él mismo sus errores, no podrá perdonar tampoco a los demás los suyos. El final de la película es un acompañamiento de un pueblo (los hooligans del Manchester United) a un pobre hombre en apuros unidos por un mismo signo, esto es: la pasión a la que dan sus vidas –el fútbol–, vehiculada a través del símbolo de su estrella, Éric Cantona –todos llevan su máscara como elemento de unidad–.




Se resuelve así un nudo realmente difícil de una forma bellísima, viendo que la consistencia de uno está en sus relaciones, en los vínculos amorosos ya sea de amistad, de mujer o de familia que aún rotos siempre se pueden recuperar desde un punto de verdad. Loach deja así constancia de una inusitada positividad de lo real como promesa y de una oportunidad constantemente renovada para el hombre que necesita rencontrar el sentido de su vida y el lugar de su felicidad.

                                                                                                                                    Alberto Ribes

miércoles, 19 de septiembre de 2012

El apartamento

Billy Wilder consigue con esta obra algo muy difícil, que es poner casi por unanimidad, a todos los críticos de acuerdo: es una obra maestra. Ganadora de 5 Oscars incluyendo el de Mejor película, sobradas críticas y opiniones se han hecho ya desde su estreno en 1960, por lo que poco hay que decir ya que no se haya dicho. Ofreceremos, de este modo, nuestra particular visión. Es una película paradigmática de lo que debe ser el cine, no sólo por su maravillosa fotografía, el buen uso de la cámara, la música, los tiempos, las actuaciones, sino por el fin al que sirven todos estos elementos que ensamblan la estructura del séptimo arte, esto es: adentrar al espectador en la historia, transmitir el mensaje, las emociones, los contrastes, en definitiva, hacer partícipe al espectador de la escena.

Prueba de ello fueron las carcajadas, las complacencias, los “¡Oh!, ¡Uh!, Ah!” que se oían entre nuestros amigos mientras la visionábamos. Es una película que trata del dolor, la soledad, la deshumanización en el trabajo, el individualismo, las relaciones de poder o el amor. La historia que se cuenta es de hecho triste, podría encasillarse en el drama; pero con maestría de genio, Wilder introduce lo cómico, gestando una tragicomedia que lejos de banalizar la historia –como sucede a menudo–, hace la carga suficientemente liviana para acercarla al espectador de una forma enternecedora.

C.C. Baxter, conocido como Buddy (Jack Lemmon), es un trabajador de una compañía de seguros, buena persona y amigo de todos, que tiene el peculiar “negocio” de dejar su apartamento a sus jefes para que lleven ahí a sus conquistas. Ello de alguna forma le permite ganarse sus favores y ascender rápidamente en la empresa donde de otra forma, es uno más –geniales aquí son los planos generales donde se visiona la oficina llena de trabajadores donde uno se disuelve en el todo–. Buddy se enamorará de Fran Kubelik, interpretada por una joven y espléndida Shirley MacLaine, que resultará ser la amante de su jefe (Frank MacMurray). La historia transcurre sumergida en unos diálogos apasionantes, llenos de ironía y de finura, de la mano del propio Wilder y el reconocido I. A. L. Diamond.

La película es genial no sólo por lo que se dice, sino porque lo que importa no se explica, en un sentido argumentativo, sino que se hace, acontece, esto es, se vuelve experiencia en el personaje. Prueba de ello es la relación y enamoramiento entre Buddy y Fran, hablan, pero lo esencial está en cómo se tratan, cómo se miran, hagan lo que hagan –el genio interpretativo y de dirección artísitica es para sacarse el sombrero–. En este punto cabe destacar la imagen de portada de ambos jugando a cartas, pocas veces un acto tan simple había cobrado tanto peso.


La historia evoluciona principalmente mediante el desarrollo de las personalidades de Buddy y Fran, pues empiezan siendo sujetos lamentables, los “últimos monos”, a expensas de los poderosos. Ya sea por relación de poder laboral, esto es la jerarquía, el puesto de trabajo, el dinero, o por relación emocional; siendo este el caso de la ingenua Fran que se enamora del jefe pensando que él no miente cuando dice que dejará a su mujer. Personalidades fragmentadas, que se reflejan de forma brillante, en un elemento de suma carga simbólica y referencial de la película: el espejo roto de Fran. Ella misma afirma: “Me gusta mirarme en él porque así es como me veo”.

Los tres personajes principales se miran en ese espejo pero sólo dos recogen, en ese preciso instante, lo que la imagen especular les devuelve. Sólo aquellos que bien sea por su experiencia o por que su deseo está aún vivo, son capaces de encarar la división en sus vidas. El jefe, no es que no lo afronte, es que probablemente ni se da cuenta. Nótese pues aquí lo tantas veces percibido socialmente: la diferencia entre el hombre de edad que ya tiene su vida montada y que con cierto escepticismo y cinismo se encarga de “gestionarla” y la lucha apasionada por construir la propia vida de los jóvenes, que con el deseo y la ilusión a flor de piel, desafían lo real aun tropezando mil veces.

Se presenta aquí el dualismo de la vida, la desproporción abismal entre el deseo y las ilusiones de uno y lo que la realidad devuelve cuando el plan vital concebido en el imaginario particular, se intenta llevar a cabo mediante las propias capacidades. Paradójicamente y de acuerdo con lo que la vida transparenta en la experiencia, cuanto más cerca están Fran y Buddy de sus metas, cuanto más están una con el jefe y el otro en un despacho mayor, más prisioneros son del poder, menos libres, menos ellos mismos, ergo, indefectiblemente más tristes acaban.

Uno piensa, ¿qué valor tiene un personajillo que intenta hacer el trepa –aunque sería desconsiderado decir que lo hace por malicia, mejor encaja la “supervivencia” el intento de autoconstruirse- y una sentimentalista con un problema afectivo (repárese en que ambos se intentan suicidar en algún momento de sus vidas)? Pues que la película, sin que uno lo perciba directamente, muestra de forma clara cómo una vida así es mejor que la de otros personajes, que viven inmersos en un teatro de frivolidad y banalidad. Véanse a este respecto las escenas de las fiestas entre los compañeros de oficina y la escasa relación entre ellos o el encuentro ebrio en el bar.


Nos explicamos mejor. No es cuestión de ser personajes loables, capaces de levantarse en aras de un ideal de amor más verdadero frente a la estulticia reinante. Es cuestión de ver cómo la vida de cada cual se juega en lo concreto, en el origen de las decisiones que toma, en su moralidad (entendida como adecuación de la acción a la realidad). Es mejor ser un pobre perdedor digno, entero, capaz de cambiar cuando la tristeza le muestra su equívoco, capaz de mantener vivo el deseo de verdad, justicia, amor y bien; que no alguien que ya ha renegado de esto y que meramente secunda la nada existencial de la que es connivente compañero de los demás.

Es así, sólo por lo que sucede, no por las palabras meramente, que Fran puede cambiar radicalmente al final, cuando se vuelve adulta, en el sentido completo del término. De forma misteriosa, en cuanto a no concebida/esperada por él, la vida de Buddy cobra un nuevo cariz, más completo, más perfecto. Brillante muestra de cómo el individualismo no es sino una enfermedad, un mal revestido de idolatrante buenismo que pierde de vista lo real por lo imaginativo. Sólo cuando la realidad es la que prevalece, y eso sólo se puede afrontar desde una hipótesis de que ésta es buena, que da esperanza, que alberga la respuesta; puede uno afrontar decisiones como las de Buddy y Fran al final.

El ser humano está hecho para la alteridad, sólo en la relación con otro, somos nosotros mismos, pues nuestro origen está inextricablemente unido a una unidad previa y nuestro ser sólo descansa y está completo en una unidad posterior, siempre con un vínculo amoroso. Sin embargo esto acontece sólo a través de la libertad, siendo lo real la antesala de la respuesta. Por ello Buddy no corre tras su nuevo ideal de amor que es Fran, sino que deja espacio de forma increíble a su libertad para que sea ella quien decida libremente; siempre confiando que la realidad se cumplirá, como testimonia el final de la película. Lemmon y MacLaine con su vocación de actores al servicio de Wilder, dejaron un impagable testimonio de esta tierna verdad humana.