miércoles, 19 de septiembre de 2012

El apartamento

Billy Wilder consigue con esta obra algo muy difícil, que es poner casi por unanimidad, a todos los críticos de acuerdo: es una obra maestra. Ganadora de 5 Oscars incluyendo el de Mejor película, sobradas críticas y opiniones se han hecho ya desde su estreno en 1960, por lo que poco hay que decir ya que no se haya dicho. Ofreceremos, de este modo, nuestra particular visión. Es una película paradigmática de lo que debe ser el cine, no sólo por su maravillosa fotografía, el buen uso de la cámara, la música, los tiempos, las actuaciones, sino por el fin al que sirven todos estos elementos que ensamblan la estructura del séptimo arte, esto es: adentrar al espectador en la historia, transmitir el mensaje, las emociones, los contrastes, en definitiva, hacer partícipe al espectador de la escena.

Prueba de ello fueron las carcajadas, las complacencias, los “¡Oh!, ¡Uh!, Ah!” que se oían entre nuestros amigos mientras la visionábamos. Es una película que trata del dolor, la soledad, la deshumanización en el trabajo, el individualismo, las relaciones de poder o el amor. La historia que se cuenta es de hecho triste, podría encasillarse en el drama; pero con maestría de genio, Wilder introduce lo cómico, gestando una tragicomedia que lejos de banalizar la historia –como sucede a menudo–, hace la carga suficientemente liviana para acercarla al espectador de una forma enternecedora.

C.C. Baxter, conocido como Buddy (Jack Lemmon), es un trabajador de una compañía de seguros, buena persona y amigo de todos, que tiene el peculiar “negocio” de dejar su apartamento a sus jefes para que lleven ahí a sus conquistas. Ello de alguna forma le permite ganarse sus favores y ascender rápidamente en la empresa donde de otra forma, es uno más –geniales aquí son los planos generales donde se visiona la oficina llena de trabajadores donde uno se disuelve en el todo–. Buddy se enamorará de Fran Kubelik, interpretada por una joven y espléndida Shirley MacLaine, que resultará ser la amante de su jefe (Frank MacMurray). La historia transcurre sumergida en unos diálogos apasionantes, llenos de ironía y de finura, de la mano del propio Wilder y el reconocido I. A. L. Diamond.

La película es genial no sólo por lo que se dice, sino porque lo que importa no se explica, en un sentido argumentativo, sino que se hace, acontece, esto es, se vuelve experiencia en el personaje. Prueba de ello es la relación y enamoramiento entre Buddy y Fran, hablan, pero lo esencial está en cómo se tratan, cómo se miran, hagan lo que hagan –el genio interpretativo y de dirección artísitica es para sacarse el sombrero–. En este punto cabe destacar la imagen de portada de ambos jugando a cartas, pocas veces un acto tan simple había cobrado tanto peso.


La historia evoluciona principalmente mediante el desarrollo de las personalidades de Buddy y Fran, pues empiezan siendo sujetos lamentables, los “últimos monos”, a expensas de los poderosos. Ya sea por relación de poder laboral, esto es la jerarquía, el puesto de trabajo, el dinero, o por relación emocional; siendo este el caso de la ingenua Fran que se enamora del jefe pensando que él no miente cuando dice que dejará a su mujer. Personalidades fragmentadas, que se reflejan de forma brillante, en un elemento de suma carga simbólica y referencial de la película: el espejo roto de Fran. Ella misma afirma: “Me gusta mirarme en él porque así es como me veo”.

Los tres personajes principales se miran en ese espejo pero sólo dos recogen, en ese preciso instante, lo que la imagen especular les devuelve. Sólo aquellos que bien sea por su experiencia o por que su deseo está aún vivo, son capaces de encarar la división en sus vidas. El jefe, no es que no lo afronte, es que probablemente ni se da cuenta. Nótese pues aquí lo tantas veces percibido socialmente: la diferencia entre el hombre de edad que ya tiene su vida montada y que con cierto escepticismo y cinismo se encarga de “gestionarla” y la lucha apasionada por construir la propia vida de los jóvenes, que con el deseo y la ilusión a flor de piel, desafían lo real aun tropezando mil veces.

Se presenta aquí el dualismo de la vida, la desproporción abismal entre el deseo y las ilusiones de uno y lo que la realidad devuelve cuando el plan vital concebido en el imaginario particular, se intenta llevar a cabo mediante las propias capacidades. Paradójicamente y de acuerdo con lo que la vida transparenta en la experiencia, cuanto más cerca están Fran y Buddy de sus metas, cuanto más están una con el jefe y el otro en un despacho mayor, más prisioneros son del poder, menos libres, menos ellos mismos, ergo, indefectiblemente más tristes acaban.

Uno piensa, ¿qué valor tiene un personajillo que intenta hacer el trepa –aunque sería desconsiderado decir que lo hace por malicia, mejor encaja la “supervivencia” el intento de autoconstruirse- y una sentimentalista con un problema afectivo (repárese en que ambos se intentan suicidar en algún momento de sus vidas)? Pues que la película, sin que uno lo perciba directamente, muestra de forma clara cómo una vida así es mejor que la de otros personajes, que viven inmersos en un teatro de frivolidad y banalidad. Véanse a este respecto las escenas de las fiestas entre los compañeros de oficina y la escasa relación entre ellos o el encuentro ebrio en el bar.


Nos explicamos mejor. No es cuestión de ser personajes loables, capaces de levantarse en aras de un ideal de amor más verdadero frente a la estulticia reinante. Es cuestión de ver cómo la vida de cada cual se juega en lo concreto, en el origen de las decisiones que toma, en su moralidad (entendida como adecuación de la acción a la realidad). Es mejor ser un pobre perdedor digno, entero, capaz de cambiar cuando la tristeza le muestra su equívoco, capaz de mantener vivo el deseo de verdad, justicia, amor y bien; que no alguien que ya ha renegado de esto y que meramente secunda la nada existencial de la que es connivente compañero de los demás.

Es así, sólo por lo que sucede, no por las palabras meramente, que Fran puede cambiar radicalmente al final, cuando se vuelve adulta, en el sentido completo del término. De forma misteriosa, en cuanto a no concebida/esperada por él, la vida de Buddy cobra un nuevo cariz, más completo, más perfecto. Brillante muestra de cómo el individualismo no es sino una enfermedad, un mal revestido de idolatrante buenismo que pierde de vista lo real por lo imaginativo. Sólo cuando la realidad es la que prevalece, y eso sólo se puede afrontar desde una hipótesis de que ésta es buena, que da esperanza, que alberga la respuesta; puede uno afrontar decisiones como las de Buddy y Fran al final.

El ser humano está hecho para la alteridad, sólo en la relación con otro, somos nosotros mismos, pues nuestro origen está inextricablemente unido a una unidad previa y nuestro ser sólo descansa y está completo en una unidad posterior, siempre con un vínculo amoroso. Sin embargo esto acontece sólo a través de la libertad, siendo lo real la antesala de la respuesta. Por ello Buddy no corre tras su nuevo ideal de amor que es Fran, sino que deja espacio de forma increíble a su libertad para que sea ella quien decida libremente; siempre confiando que la realidad se cumplirá, como testimonia el final de la película. Lemmon y MacLaine con su vocación de actores al servicio de Wilder, dejaron un impagable testimonio de esta tierna verdad humana.



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