jueves, 27 de junio de 2013

El show de Truman


En 1998 Peter Weir (El club de los poetas muertos, Master and Commander) nos presentó su particular visión de un Gran Hermano. La película consiguió tres Globos de Oro a mejor actor de drama para Jim Carrey, mejor actor secundario para Ed Harris y mejor música. También tuvo tres nominaciones a los Oscar a mejor director, actor secundario y guión, aunque finalmente no se llevó ninguno de estos tres premios. La triunfadora de ese año fue Shakespeare in love frente a Salvar al soldado Ryan o la más que interesante La delgada línea roja del maestro Malick. También fue el año de Roberto Benigni y su extraordinaria fábula de La vida es bella.

Si algo se nos deja claro desde el principio de El show de Truman es que Peter Weir no quiere hacer trampas, es claro desde el inicio, no busca un final del tipo “vaya, era todo un sueño”. Los títulos de crédito del inicio de la película son los del programa  televisivo en el que Truman Burbank (Jim Carrey) es la estrella principal sin que él lo sepa. Su propio nombre es un juego de palabras que en inglés significa hombre verdadero (True Man). En medio de un mundo ficticio él es lo único real. El director del show es Christof (Ed Harris) –probablemente otro juego con la semejanza de la palabra a Cristo– que comienza la película explicando que nos aburren los actores que fingen emociones, en cambio Truman es real, no actúa, es él mismo y eso es lo que atrae, o como él mismo dice “no es siempre Shakespeare, pero es genuino, es una vida”. Siendo un bebé, Truman fue seleccionado entre varios candidatos para ser el protagonista de un novedoso programa televisivo, nadie le consultó (siendo tan pequeño no tenía conocimiento), pero decidieron lo que su vida debía ser: un entretenimiento para el mundo.


Evidentemente, esta decisión de decidir lo que la vida de otro debe ser, se nos presenta de una forma muy positiva. El propio Christof se siente un padre para Truman, le mira con aparente ternura y habla de cómo cuida de él. De hecho llega incluso a identificarse como el hacedor de ese mundo y su destino, un auténtico semidios. Truman vive en un enorme decorado construido únicamente para él, sus dimensiones son tan grandes que puede ser reconocido desde el espacio, igual que la Gran Muralla China. Sin necesidad de saber lo que Truman siente, esta breve introducción ya nos puede plantear algunas cuestiones realmente importantes. ¿Debe alguien decidir sobre la vida de otro? ¿Y si es para darle una vida en la que no le falte nada material? Una vez más el paraíso en la tierra sólo nos pide una cosa a cambio, nuestra libertad. Los argumentos de Christof para justificar el tener a Truman como una rata de laboratorio no resisten una pregunta: ¿es eso lo que Truman quiere?


Aparentemente la vida en Seahaven es perfecta, o como dice el “mejor” amigo de Truman, Marlon (Noah Emmerich) “nada es falso, sólo está controlado”. El problema es que el hecho de que esté todo controlado lo convierte todo de facto en falso. Toda la gente con la que Truman se cruza a diario desde su mujer hasta el vendedor de periódicos del quiosco son actores, están ahí para interpretar un papel y se relacionan con Truman actuando, fingiendo ser otras personas, no dan a conocer al otro su verdadero yo, lo cual imposibilita que una relación pueda ser tal. En palabras de Shakespeare sería como llevar a su último término su célebre frase donde tildaba al mundo de teatro y a los hombres de actores. En un caso así, todo será perfecto mientras nada se salga de lo establecido, o siendo más cinematográficos, mientras nada se salga del guión. Y veremos de nuevo con esta película que finalmente un imprevisto será lo que posibilitará el cambio en Truman.


Una mañana mientras sale para ir a trabajar, un foco del plató cae desde el techo del mismo para terminar estrellándose junto al sorprendido Truman. Inmediatamente la dirección del programa se pone en marcha para que este hecho no pueda hacer dudar al protagonista del show y nada más encender la radio de su coche escucha en las noticias que un avión que sobrevolaba la ciudad ha perdido una pieza. Problema resuelto, el engaño persiste. En otro momento intentando sintonizar la radio, Truman termina enlazando con las transmisiones que realizan los que controlan el programa y así escucha como alguien va explicando por donde él está pasando y advirtiendo a otros de que se preparen para entrar en escena. Sentado en su coche frente a su casa durante horas, Truman se da cuenta de que constantemente se suceden las mismas cosas, cada cierto tiempo pasan por delante las mismas personas o los mismos vehículos. Todo lo que ve le va diciendo que hay algo que se le escapa, no acaba de entender qué es pero empieza a entrever la posibilidad de que algo no sea real. Sin embargo sólo el intelecto, el raciocinio por sí solo no bastan para mover el ánimo humano. Como hemos dicho otras veces razón y afecto son inseparables.

El deseo de conocimiento está en todos los hombres, la realidad despierta con su constante inabarcabilidad y su belleza el deseo de infinito del hombre, el salir de sí mismo, ese más allá que llevan escritas todas las cosas como nos recuerda el poeta Montale –algo que ya vimos en El bosque–, no se puede hacer nada contra eso. O quizás sí. Conscientes de que la naturaleza humana no está hecha para conformarse con cualquier cosa y sabiendo que a pesar de que el mundo que han creado para Truman es en apariencia perfecto, los productores del programa saben que en algún momento querrá viajar, dado que tal era el sueño de niño de Truman. Así que deciden cortar por lo sano y le generan un trauma haciendo que su “padre” muera ahogado mientras van en barco juntos siendo él aún un niño. Para salir del pueblo debe utilizar el barco o cruzar un puente sobre el mar, así que por muchas ganas que tenga de irse, siempre se encontrará con ese recuerdo que le hará desistir. De nuevo, el poder debe violentar la naturaleza de las cosas para que nada se salga de lo que tiene previsto.


De este modo tenemos un pueblo seguro y limpio, en un entorno idílico, lleno de gente amable que te saluda cordialmente cada mañana, pero nada de esto le basta a Truman. Todo ha sido creado para él, pero aún así no consigue satisfacerle. ¿Por qué? Sencillamente porque nada es real, el hombre está hecho para la verdad y sólo en ella puede reposar y ser plenamente feliz. La única mirada verdadera que Truman ha encontrado es la de Lauren (Natascha McElhone) una chica que conoció estando en el instituto, de la cual se enamoró y le fue arrebatada cuando ella quiso explicarle que el mundo en el que vivía no era real. Desde ese día, Truman intentará reconstruir esa mirada, ese rostro, recortando revistas, y contempla en la soledad de su sótano ese collage que intenta recuperar la vida que esos ojos le prometieron. Es paradójica la alegoría de esos recortes que son incapaces de reconstruir la realidad que es ella respecto a ese mundo hecho también a base de “recortes” que es incapaz de estar a la altura del deseo de Truman.

Basta un instante de vida verdadera, una mirada que nos prometa el infinito que nuestro corazón desea para que el hombre se ponga en movimiento, no importa el tiempo ni los esfuerzos del poder por acallar ese grito de vida auténtica, una vez que ha entrado en nuestra vida todo nuestro obrar se dirigirá a poder recuperar ese momento. Por ello, Truman, estando atento a la realidad como ya hemos dicho, descubre que no es muy real, y teniendo en la retina su encuentro con Lauren, decidirá enfrentarse a los miedos que le han sido impuestos para ir en busca de esa chica. Para huir de Seahaven deberá utilizar un barco, y navegar sin saber a dónde ir, pero sabiendo que el horizonte es la promesa de una tierra nueva por descubrir. Al ver que Truman decide marcharse, Christof pone todo de su parte para evitarlo, llegando incluso a provocar una tormenta en el mar que a punto está de acabar con la vida de Truman, una vida que para él sólo tiene valor mientras esté bajo su control.


Finalmente Truman llega al límite del plató de televisión en el que ha vivido toda su vida, la seguridad que lo ha abrigado a diario durante años, y se abre una puerta a lo desconocido. Christof habla por primera vez a Truman, con una voz llena de falsa ternura le explica cómo le vio nacer o dar sus primeros pasos y recordarle que: “ahí fuera no hay más verdad que la que hay en el mundo que he creado para ti, las mismas mentiras, los mismos engaños, pero en mi mundo tú no tienes nada que temer”. Truman se despedirá con la ironía del hombre libre que ya no teme, saludando al plató como saluda siempre y dando a entender que los artífices del circo no conocen al Truman real, sino sólo al personaje, por ello hace lo que sería esperable: despedirse como parte del show. La última escena no es de menor interés y en absoluto parece estar puesta casualmente.


Ante tal catarsis y con un final casi épico, el comentario de dos telespectadores mientras cambian de canal es: ¿qué dan ahora? Es un dardo afilado lanzado a esa sociedad de masas que somos nosotros, los espectadores. Esos que no viven su vida, sino que ésta está virtualizada a través de una pantalla y lo que vemos y sentimos son las vidas de otros, más aún, falsas vidas. Espectadores ausentes de empatía que parecen no preguntarse por la justicia o la bondad de la vida a la cual se asoman en la pantalla, alienados hasta el punto de convertirse en habitantes de la ficción. Este es el desafío al que se enfrenta Truman, la seguridad de un mundo que no es real, o un mundo imperfecto y desconocido pero que alberga la posibilidad de cumplimiento de la promesa que una vez contempló en la mirada de una chica y que le ha acompañado desde entonces, una promesa que sólo puede cumplirse en una realidad que realmente sí está hecha para él porque es su propio corazón el que así lo revela.


Quizás sea ésta la mejor forma de concluir el ciclo, reparando en que la realidad siempre es positiva, porque aún cuando se presenta como aparente, como ficción, es ocasión para renovar el grito de verdad, de belleza, de sentido, que llevamos todos inscrito en nosotros. El criterio está en nosotros y ya nadie nos lo puede arrebatar. Ni una enfermedad, ni un montaje pueden sustituir la verdad de las cosas. Acaso el único peligro temible sea el propio, que desertemos en la búsqueda del otro, de aquello que da consistencia y sentido a nuestro estar en el mundo, conformándonos con la superficie de las cosas, que nunca colma, sólo adormece.

                                                                                                                             Alberto Ribes

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