domingo, 21 de octubre de 2012

American Beauty


Con esta película ganadora de 5 Oscars, Sam Mendes entra por la puerta grande en el mundo del cine. Por un lado, American beauty es una descarnada crítica al american way of life, que a través de la industria hollywoodiense tan bien conocemos. Por otro, es una profundización muy inteligente en el modo de vivir del hombre de nuestros días, en el cual la vida es una monótona nada que debe ser reducida a la tiranía de la normalidad y del pensamiento común: el trabajo, la casa, la mujer, los éxitos, los hijos… Una vida normal, ideal se diría, pero perfectamente vacía. Con todo, hay un elemento diferencial y recurrente, las rosas; que “cosifican” un concepto abstracto como el de belleza concretándolo en todo lo cotidiano en la vida. No por casualidad en multitud de escenas se pueden observar ramos de rosas rojas que acompañan la acción de los personajes, como indicando que lo bello siempre está presente aunque no nos percatemos.


La película empieza con una voz en off que resulta ser la del protagonista, que nos cuenta lo que va a ir sucediendo y nos informa de que morirá, lo cual deja entrever que su presencia implica ya, de alguna forma, un más allá. Lester Burnham (Kevin Spacey) es un hombre gris, padre de familia, que comienza su día masturbándose porque a partir de ahí “todo va cuesta abajo”. Como él mismo dice, es un muerto en vida. Con cierta compasión le viene a uno a la cabeza la frase del poeta Cesare Pavese: “Lo que el hombre busca en el placer es un infinito, y nadie jamás renunciaría a la esperanza de conseguir esa infinitud”. Su vida transcurre bajo la asfixia del trabajo, el ninguneo al que le somete su mujer obsesionada por el éxito y la apariencia –nótese el cuidado en las escenas donde la mujer siempre está más alta que él–, así como en la dura confrontación con su hija que, no viendo respuesta a la altura de sus deseos en el ejemplo vital de sus padres, huye de ellos, manteniendo una relación tensa con los mismos.

Cada uno de los personajes encarna un arquetipo de vida, en los cuales, quizás a modo de collage, nos podríamos ver identificados nosotros mismos –pues somos hijos del mismo mundo–, en distintos momentos de nuestras vidas. En este sentido, Carolyn Burnham (Annette Bening) encarna la mujer ambiciosa que lo dará todo para triunfar y en la que todo en su vida es un medio para su egoísta realización personal, incluidos su marido, su coche o las rosas de su jardín –el cuidado de la belleza no nace de un amor, sino de una pretensión que la instrumentaliza–. Jane Burnham (Thora Birch) es la adolescente que muestra una estética siempre apática y gris, oscura, pero a diferencia de su padre, como protección, como rebeldía frente a la superficialidad y falsedad de sus progenitores. Su amiga Angela (Mena Suvari), elemento central de la película por su belleza, por el contrario, encarna el aparente éxito y la falsa seguridad, mentira mediante, que no esconde sino una abismal inseguridad y falta de amor por sí misma. “No hay nada peor que ser vulgar”, es su principal temor; lo cual sólo refleja la carencia de una afectividad verdadera, que no se base en lo aparente y superficial sino en lo profundo de la persona. De ahí que conciba su cuerpo como un mero instrumento también.
La película, como el título indica, trata de la belleza. No critica simplemente la falsedad de los personajes que interpretamos en nuestras vidas movidos por lógicas externas, sino que eso se revela como dato de lo que somos y de nuestra infelicidad. Véanse a modo de muestrario, algunas referencias cromáticas implícitas a la bandera americana en las escenas: la casa es de puerta roja, ventanas azules y pared blanca, el armario de la escena final es blanco, con camisas azules y el vestido rojo de Carolyn; la mesa en la casa es blanca, con un jarrón azul que contiene rosas rojas, etc. Por lo que se deduce que la crítica va a la opulencia desencantada del modelo occidental vacío de significado. De lo que habla la historia es que el hombre está hecho para lo bello y que sólo lo bello, lo extraordinario, aun cuando no se sabe mirar o apreciar bien, es capaz de hacernos ser más nosotros mismos. Sólo así, tras enamorarse de Angela de una forma meramente erótica, Lester decidirá renacer, rehacer su vida y plantearse en serio ser feliz.

Veamos aquí cómo la película lejos de un moralismo que resultaría parcial, introduce la dinámica humana de forma sumamente inteligente y realista. Lester acomete lo que cualquiera consideraría una locura y roza la pederastia, que es querer acostarse con la amiga de su hija. Eso es lo que es capaz de entender él, con su limitada perspectiva de vida –la voz en off constantemente nos recuerda eso–. Pero el punto de interés no es lo bueno o no que sea Lester al intentar cambiar o lo moralmente recto que sea; sino que la belleza, por su singular esencia, ya genera, ya mueve, ya permite que uno cambie. De hecho, no es casual que cada vez que Lester se imagina a Angela en situaciones provocadoras aparezcan pétalos de rosa, como queriendo indicar que la belleza que él imagina es más que eso, que hay una belleza mayor, más potente, que no el simple cuerpo de Angela; que con el tiempo, cualquier realista sabe va a envejecer, como todo. Por tanto sería más interesante preguntarse: ¿qué es lo que permanece, qué clase de belleza y significado necesita el hombre para ser feliz?
Así vemos con perplejidad como un hombre de cuarenta y tantos años, cual enamorado de quince, recupera el gusto por su vida, por gozar de lo que tiene y ser libre de las pretensiones, planes y expectativas que siempre son autoimposiciones y no cosas reales –nótese la distinta postura en la escena del sofá con Carolyn–. Empieza a cuidarse, a hacer deporte, a escuchar la música que le gusta, incluso hasta a fumar porros, en lo que parece ser una huida hacia delante, si bien, más verdadera que su anterior vida. Por el contrario, contrasta la impotencia de su mujer que incluso usando sus mejores técnicas y consejos de autoayuda es incapaz de añadir un ápice de felicidad a su vida. De hecho, su referente Buddy Kane, el “Rey” del Real State (Peter Gallagher) resulta ser otra mera apariencia. Es exitoso, pero su vida es inane, como se constata en su aventurilla post divorcio de éste.

Sin embargo, entra en escena el vecino Rick Fitts (Wes Bentley), un joven, dícese que perturbado por su extraña manera de comportarse. Va siempre con una cámara para poder capturar la belleza que detecta a través de su penetrante mirada. Paradójicamente, el tarado, es el único que es capaz de mirar de verdad, de darse cuenta de la belleza que hay en todas las cosas, de que hay algo detrás de todo lo que vemos que lo sostiene, que lo hace infinitamente misterioso y bello –recurrimos a la escena de la bolsa, ¿quién la hace bailar?–. Es así, con esta verdad en la mirada, que se dará rápidamente cuenta que la única original es Jane, pues es la única que aún conserva el deseo de que las cosas sean buenas, aún no ha sucumbido a la mediocridad democráticamente aceptada. He aquí la paradoja, en el mundo donde la nada domina, los personajes verdaderos son los "extraños".
La diferencia en las relaciones entre ellos dos que se enamoran y las demás relaciones de la película es evidente. Ellos están juntos porque sus vidas crecen, entienden más, la realidad se hace mejor estando juntos. De hecho hablan de la belleza, del sentido de las cosas, de sus deseos más profundos o de la muerte. Incluso sus desnudos, no son eróticos meramente, son más intimistas, en el sentido de que es un desnudo preferencial: me desnudo porque contigo puedo, porque soy yo mismo, no para excitarte. Cabe recordar que Jane es capaz de desnudarse con Rick aun cuando no le gustan sus pechos y que empleará el dinero que tenía ahorrado para solventar tal situación para huir con él. Por el contrario Carolyn sólo huye acostándose con Buddy mientras que Lester busca a tientas una autenticidad que no conoce, en sus fantasías con Angela.

Así, Lester recuperará su paternidad y entenderá al final, cuando pudiendo tomar a Angela, que se encuentra deprimida, no lo hace y recupera el nivel educativo de su persona acogiendo a Angela y consolándola, entendiendo que Angela no es para su goce y disfrute, sino que es una persona con dignidad e igual deseo de bien que el suyo, y que sólo uno es más él mismo cuando sirve y quiere (el origen de ambas palabras es común) al otro. Hay otro personaje de interés, el coronel Frank Fitts (Chris Cooper), el cual no sería descabellado pensar que representa de alguna forma el poder, la autoridad, la ley. No en vano ha sido formado en la rigidez del código militar y además posee armas, lo cual infiere poder, capacidad de quitar o permitir la vida.
Es interesante porque no aceptando su propia homosexualidad –pues va en contra de los principios por los que siempre se ha regido– y tras una lamentable confusión al pensar que Lester se beneficia sexualmente de su hijo, acaba matando a Lester. Por un lado se ve como la norma de por sí, el poder establecido, en ausencia de la experiencia y el encuentro con las personas concretas, no permite la libertad del hombre y lo tiene que matar, pues todo lo que queda fuera de la norma, no existe, o mejor, no debe existir. Por otro lado, el malentendido nace de la confusión al presenciar escenas parciales, a través de ventanas o grabaciones, esto es, alejadas de la experiencia personal, dejando lugar a la interpretación, que se demuestra errónea. He aquí un apelativo a la experiencia y la libertad y no al adoctrinamiento y al dogma.

Podría parecer que el final con la muerte no es un final feliz que tanto gusta al espectador superficial. Pero el director, pensamos, con este recurso consigue un efecto increíble, pasando por un lado la pelota al espectador provocándolo –al huir del happy ending preconcebido–, y por otro recogiendo la historia y los personajes presentes en ella de una forma maravillosa. El monólogo de Lester nos informa que desde el cielo (donde está la cámara) las cosas se ven con más claridad –“veremos como somos vistos”, parafraseando a san Pablo– y que la sobreabundancia de Belleza recoge perfectamente, misericordiosamente, nuestros irónicos y tantas veces patéticos intentos de ordenar nuestras vidas, lanzando el desafío al espectador: “[…] y no puedo sentir más que gratitud por cada instante de mi estúpida y pequeña vida. No tienes ni idea de lo que estoy hablando, estoy seguro. Pero no te preocupes. Algún día lo sabrás”. Quizás sea hora de empezar a buscar y dejarnos cautivar por la Belleza, en definitiva, a ser libres.

Marc Massó

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